Relato - Maître
Buenos días, compañer@s de letras.
Sorteando el verano, se acerca la publicación de la novela con Editorial Titanium, una editorial tradicional española.Como ya hice hace poco con Los Caballucos del Diablu, me gustaría compartir con todos vosotros un nuevo relato para ir abriendo el apetito. Y, me pregunto... ¿Qué mejor manera de abrir el apetito que con un buen maître?
Maître
El presente relato, tal y como lo
presento, tuvo lugar en algún punto inexacto de una corta noche estival; quizá
más allá de las dos de la mañana, es probable que antes de las cuatro.
No es intención mía asustar al
amable lector que regala su tiempo al placer de las letras, sino advertirle
acerca de los peligros del plano onírico. Tampoco me gustaría invitar a los
incautos a decantar la balanza de su fe hacia la adoración impía de las
retorcidas criaturas imaginadas por el ruin Lovecraft y, mucho menos,
susurrarles al oído que acepten mi mano y juntos nos unamos a alguna de esas
sectas ocultistas que inclinan la rodilla en favor de los horrores cósmicos.
Todo ocurrió, como ya adelanté,
una calurosa noche de verano. Me consta, por la duermevela previa, que una
tromba de agua había azotado impetuosa los tejadillos del cobertizo donde me
alojaba. Había invertido las horas de vigilia delante de una Tablet
visualizando series poco recomendables del catálogo de Netflix:
experiencias aburridas cuyos desenlaces insípidos resultan tan estimulantes para
el cerebro como el membrillo. El tránsito exacto desde mi ajado colchón hasta
aquel lugar invernal es algo que lamento no poder explicar con precisión, pero
¿acaso usted es consciente del preciso instante en que el sueño le vence y
arranca a jirones su piel, inoculándole en el cuerpo la narcolepsia propia de
la magia más oscura? Lo que resulta claro —y espero que me crea; no existe en mí la necesidad de mentir— es que
pronto me vi recorriendo un sendero pétreo, de suelo firme y enguijarrado.
Estructuras robustas de formas bastas crecían a ambos lados, edificios cuyos
cimientos se remontaban a un tiempo pretérito.
Un servidor caminó contemplando el paisaje nocturno con la misma nitidez
con que puede ver el día que le rodea mientras redacta este relato. La nieve
sucia resistía bajo antiguos cacharros de hojalata que, por extraño que
parezca, conservaban su color; los hierbajos crecían desordenados como lo hace
la vida, resistiéndose al inexorable avance de la civilización. El conjunto me
recordaba vagamente a un circo, con personas deslizándose de un lado a otro con
naturalidad, sin nada distintivo; sin embargo, la estructura que coronaba el
lugar, la joya de la corona del reino de mi locura, era un tren.
Y diréis, no sin sorna: ¿Un tren? ¿Qué clase de tren puede anidar en mitad
de un lugar como el que nos narras? Uno singular, de eso no cabe duda. Se
asemejaba más a la serpiente del mítico juego snake, cuya doblez formaba
una G, que a la larga estructura metálica que a uno le viene a la cabeza al
pensar en un tren de cercanías. Para aumentar la expectación y la alarma
respecto a mi cordura, sobre el techo se había desplegado un restaurante al
aire libre. Como empujado por una fuerza desconocida, la misma que me obligó a
dormir y me hizo trastabillar cuando dejé de gatear, encontré en una cabina
minúscula la forma de subir hacia la terraza, y ocupar la mesa que tenía
reservada en aquel exótico comedor.
A modo de breve inciso, reconozco no haber visto la cocina por ningún lado.
Ya de vuelta a la cabina, la única forma de ascender era a través de una
escalera muy estrecha que amenazó con dejar atascadas mis grasas a medio
camino. Un antiguo conocido, amigo en otros tiempos, se encontraba allí
degustando algún extraño menú. Me invitó a compartir su mesa, a probar del pan desmenuzado
en migas que cubría el mantel de tela blanca; rechacé, por supuesto. Alguien me
esperaba.
Una vez me vi en lo alto de aquellos vagones olvidados, seguí el único
camino disponible, un pasillo estrecho que se abría entre las dos filas de
mesas vacías. Los únicos comensales de la zona VIP éramos ella y yo. En algún
punto de este trayecto, el maître me guio hasta la mesa. Su silueta, lo único
visible, era larga y espigada; la piel grisácea, de un tono más claro que su
elegante traje; el cabello ralo le caía a ambos lados de la coronilla como haces
de trigo que danzaban al compás de un viento inexistente.
Llegué pues, como un péndulo, hasta mi destino. El maître alejó mi silla
para que pudiera sentarme frente a ella, a mi amada. No os la describiré pues
no quiero que quedéis prendidos de su belleza, pero es fácil de imaginar para
quien haya conocido a lo largo de su triste existencia a una mujer
inalcanzable. Sonaba una melodía dulce y hechizante que ahora no me es posible
recordar, pero en su momento me desperté con su eco resonando como una lavadora
en mis paredes craneales; despierto era mucho más siniestra.
La mujer se erigía firme, fría como una esfinge que me escrutaba impasible
mientras selecciona el acertijo que decidirá mi destino. El maître se acercó a
un cubo metálico de aura helada, extrajo de él una botella de vino y se giró
hacia mí mientras servía una copa a mi amada.
Entonces lo vi. ¡Juro que lo vi! Sus ojos no eran más que dos puntitos
amarillentos rematados por un ápice negro; su nariz, una olla abollada donde el
gris de su piel se acentuaba; sus dientes… ¡Sus dientes! Formaban contra mí
como una falange de lanceros dispuestos a ensartarme. El maître servía vino a
la mujer, que ya no era mi mujer, sino una criatura espantosa oculta bajo una
hermosa figura femenina; lo servía y el vino caía, cálido, en contraposición a
la nieve amarillenta que se almacenaba varios metros por debajo nuestro. El
chorro granate no dejaba de caer y la copa nunca estaba llena, nunca se saciaba.
¡Y la criatura me miraba! ¡En todo momento, me miraba! Y yo no sentía miedo,
sino euforia.
¿Acaso no había sido yo elegido? ¿No era cierto que aquel lugar, reservado
más allá del espacio y del tiempo, me correspondía? La nieve amarilleaba y se
pudría, y yo sonreía con cara de bobo a aquel maître diabólico de dientes aguijonados,
y todo cobraba sentido, un sentido de pavorosa realidad; un sentido cegado por
la luz del despertar, tan lúcido como el sueño, como la pesadilla. Algo
había interrumpido mi paladar, ansioso de embriagarse con aquel vino infinito,
deseoso de rendirse ante la mordida de aquel infernal camarero que hacía las
veces de chef y carnicero. «Quédate», parecían susurrarme aquellos puntitos de
luz pálida, «quédate a la sobremesa. Tú eres el invitado principal».
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