Magdalena - Capítulo XIV - El hombre de sus sueños
En esta ocasión, la foto inicial es algo diferente. Os estaréis preguntando, ¿qué tiene que ver el capítulo XXX con el XIV, que es el que toca hoy?
Si queréis una respuesta breve, nada. Son dos capítulos totalmente diferentes. Si por el contrario, aguardáis una respuesta algo más desarrollada, diré: el capítulo XXX es el último de la novela. A buen entendedor...
Así que antes de discernir más las sombras que oculta una página en blanco, vamos a por el índice:
LISTADO DE CAPITULOS
Prólogo y Capítulo I - Reencuentro
Capítulo IV - La prisión del tiempo
Capítulo VII - Al llegar el alba
Capítulos IX y X - Un café con Ángela & Joshua Güendell
Capítulo XII - Magna Quidem Illustrans
Capítulo XIII - Visita a medianoche
Capítulo XIV – El hombre de sus sueños
Ella
se había quedado algo rezagada. Por mucho que el pequeño Domenico y el resto de
sus compañeros habían insistido en que no los dejara, sabía que tenía asuntos
pendientes en aquel lugar.
-
¿Pero eres imbécil? ¡Si te pillan te matarán! – la gritó Maykel.
-
Tiene razón éste, ya habrá tiempo más tarde – insistió Joshua.
Ella
negó con la cabeza y se alejó, empujando con fuerza la puerta metálica que
marcaba el umbral entre el reino de los vivos y el territorio de los vivos. El
joven del Movimiento Panonírico la había prometido que una vez sus compañeros
estuvieran a salvo, darían con ella, pero poco la importaba ahora. Lo primero
era cumplir con su misión.
Realmente
no sabía qué oscura fuerza era la que la estaba empujando a adentrarse a
aquellas horas en un cementerio, y las siluetas de los cedros se proyectaban
como si se tratara de los oscuros guardianes de la ultratumba, atentos ante
cualquier paso en falso que ella pudiera dar.
Olía a
tierra húmeda y en descomposición, igual que en el sueño que tuvo en el
laboratorio, pero aquel día no había llovido. “Tal vez se trate de la cercanía
al mar”, pensó para tranquilizarse. Mientras andaba, no podía evitar voltear la
cabeza en todas las direcciones, temerosa de que alguien la estuviera
siguiendo, o peor aún, de que el Monstruo apareciera para atormentarla.
El
cementerio era enorme. Podría pasarse días buscando la tumba de su madre, y aun
así tal vez no la encontrara nunca. Tras una media hora caminando y con el
calzado lleno de tierra, intentó recordar cómo era el lugar exacto, pero el
delirio febril que la había llevado a la reunión de su padre y Longshallow no
había sido tan preciso.
Gran
parte del alumbrado estaba apagado o fundido, seguramente para evitar que los
jóvenes hicieran botellón de noche, y por culpa de ello tropezó y se torció el
tobillo. Apenas había sido nada, se levantó e intentó andar, y tras varios
pasos torpes y un poco de dolor, consiguió recuperar la marcha aunque algo más
despacio. Llegado un cierto momento, el ambiente se impregnó de olor a
eucalipto, pero únicamente podía sentirlo cuando se volteaba en una dirección
determinada.
“Esto
tiene que significar algo”, pensó. Magdalena comenzó a seguir el aroma,
alejándose del sendero principal que recorría el gran cementerio de Menrilem e
imposibilitando que pudiera abandonarlo voluntariamente de noche. Entre lirios
y azucenas, y tras pasar junto a la abandonada efigie de un hombre sabio, la
mujer llegó a un sitio que la era tremendamente familiar.
- Así
que aquí estás – murmuró en voz alta.
Sin
saber por qué, lloró. Primero fue apenas una lágrima que se inmoló contra su
rostro, pero poco a poco, los surcos de sus mejillas fluyeron como un río en
busca del mar. Delante de ella estaba la tumba de su madre biológica, una
completa desconocida que la había dado la vida perdiendo la suya por el camino.
Parte de la sangre que corría por sus venas había pertenecido a aquella mujer,
y aún desde la tumba, ella sabía que quería decirla algo.
Magdalena
se acercó y retiró el musgo que cubría el nombre de la difunta. “Eucharis”. El
grabado no incluía su apellido de soltera. “Igual mi pecado fue que nunca os
llegarais a casar”, pensó la chica. Aquel trozo de piedra mentía sobre el
estado civil de sus padres, pero supuso que había sido necesario para que
pudieran enterrarla dignamente.
“Hace
muchos años, aquí se encontró mi padre con el de Taylor…quizá alguno de ellos
dos pudiera ayudarnos ahora.”
Un
repentino dolor de cabeza la hizo arrodillarse. Se llevó la mano derecha a la
sien, pero el dolor no cesó, y lo último que sintió fue el gélido humus bajo el
cielo nocturno cuando su cuerpo se desplomó sobre la tierra.
Cuando
abrió los ojos, sintió un leve dolor de cabeza, pero no temió demasiado por su
salud. A su alrededor el mundo parecía onírico, distorsionado, poco realista; y
por suerte, ella era consciente. Había vuelto a pasar. Poco a poco todo comenzó
a tomar forma y ella se encontró en el salón de una casa antigua aunque
impoluta. Un juego de té reposaba sobre una mesa de cristal y en las
estanterías los cuadros se amontonaban con fotos de gente que ella no conocía.
- ¡No
puedes estar hablando enserio! – gritó una voz masculina.
Era
Cyrus.
-
Nunca he hablado más enserio – respondió una mujer.
Las
dos figuras entraron en el salón, ignorando la presencia de Magdalena,
haciéndola a un lado como si fuera ella la que realmente no estuviera allí.
-
¡Morirás! – volvió a gritar él.
-
¿Acaso no moriré igual? ¿Cuántos años me quedan realmente? Seguro que un puñado
menos que a ella.
- Pero
de ella no sabemos nada, ni siquiera si sobrevivirá al parto o a la gestación.
En cambio, tú estás aquí.
- ¡Es
tu hija, Cyrus! ¿Acaso eso no significa nada para ti?
- Lo
significa todo, pero tú eres lo único que da sentido a mi vida. No puedo
imaginarme una vida sin ti.
-
Mientras la protejas, ella siempre te recordará. Será mi legado.
- ¿Y
si sale mal? Ella también tendrá mi sangre, y ya sabes lo que puede ocurrirla.
- Tú
no eres mala persona.
- Eso
no lo sabes. He hecho muchas cosas de las que me arrepiento.
- ¿Y
quién no? ¿Únicamente aquellos libres de pecado pueden optar al título de
buenas personas?
-
¿Ves? Tras pasar tanto tiempo conmigo, ya hablas como ellos.
Eucharis
sonrió y se sentó en el sofá, que estaba cubierto por una tela color carmín. Su
amado se sentó a su lado.
- El
cáncer es una enfermedad terrible… - murmuró ella.
Únicamente
estaba pensando en voz alta, pero un par de lágrimas brotaron de sus mejillas.
-
Juntos lo superaremos – dijo Cyrus agarrándola su mano derecha con sus dos
manos. Tenía los dedos finos y largos y las uñas recién cortadas.
Ella
sonrió y se limpió la cara con la mano izquierda. Fuera, se escuchó un disparo.
La pareja se miró aterrada, pero tras escuchar un segundo disparo estallando
contra un cristal de su hogar, se lanzaron cuerpo a tierra y el hombre tomó una
pistola del bolsillo de su pantalón. Magdalena intentó mirar fuera para ver qué
pasaba, pero una niebla verde, similar a la Bruma, se lo impedía.
-
¡Joder, ya están aquí! ¡Por la puerta trasera, corre! – gritó su padre.
De la
niebla surgió una figura vestida de azul y morado. A pesar de llevar la cabeza
cubierta, sus ojos eran realmente grandes y profundos y de su boca surgía una
lengua viscosa. Casi por instinto animal, olfateó en busca de su presa, pero un
disparo esparció sus sesos por el suelo cuando Cyrus lo abatió. Eucharis estaba
aterrada, pero corrió hacia una pequeña puerta trasera. Cuando quiso abrir,
algo se lo impidió.
-
Están… están ahí también… - dijo a su pareja.
Cyrus
se asomó a mirar a través de una pequeña ventana, pero una bala le pasó cerca
al atravesar el cristal, provocándole algún pequeño corte por el vidrio roto.
Fuera había otros dos hombres, y la tierra estaba seca. Aquel lugar no era ni
Cadmillon ni Manrilem. El padre de Magdalena intentó disparar pero falló.
-
Tiene que haber alguna manera… - murmuró.
Los
disparos no cesaron y Eucharis se acurrucó contra el suelo. Pronto, dos notas
discordantes pusieron fin a aquel coro infernal. Temeroso, Cyrus se asomó y
pudo ver a los dos asaltantes muertos en su patio trasero. Junto a ellos, una
figura con una pistola en la mano comprobaba con su pie que estuvieran muertos.
A pesar de que estaba mucho más joven, Magdalena pudo reconocerlo por sus
rasgos: era Walter Winterlich.
El
recuerdo dio un giro de ciento ochenta grados, y tras verse la chica medio
mareada en el techo, se sintió caer, sumiéndose nuevamente en la oscuridad.
Esta vez, cuando abrió los ojos, varios focos iluminaban una estancia en
penumbra, a la par que sonaba música vintage.
Estaba en una discoteca. A su alrededor, numerosos jóvenes bailaban en busca de
algo que llevarse aquella noche a la cama.
A
Magdalena le atrajo la atención una mujer que bailaba despreocupada en el
centro de la pista. Tenía el pelo largo y ondulado y un vestido largo y rojo, a
la par que un rostro maquillado. Estaba lista para brillar. A su alrededor
bailaban otras chicas, pero ninguna lo hacía como ella.
En la
barra un chico la miraba. Estaba solo, sin nadie que lo rodeara y con una copa
que contenía un líquido anaranjado en sus manos. Se le veía muy nervioso,
cortado, tímido. En un momento dado, se bebió lo que le quedaba de un trago y
envalentonado, se acercó a ella.
Una de
las chicas que la rodeaba se interpuso entre el cazador y su presa. Magdalena
no alcanzó a escuchar lo que le dijo, pero el chico se dio la vuelta
avergonzado y comenzó a irse hacia una puerta que había al final de la
estancia. La chica del vestido rojo lo vio, y salteando a su amiga que intentó
evitarlo, se acercó a él, llamándolo por el hombro. Pronto comenzaron a hablar
y a reírse, y los dos se acercaron a la barra para tomarse otro cóctel. El
resto de chicas abandonaron el local al pos del continuo flujo de gente, pero
ellos dos seguían tomando copas y bailando de forma divertida y despreocupada.
En un
momento dado, ni tarde ni temprano, únicamente en el preciso instante en que
tenía que ocurrir, una canción lenta sonó en la discoteca. Hasta el final, se llamaba la canción. El chico y la chica se
miraron fijamente a los ojos, y con algo de torpeza, él la agarró a ella para
bailar pegados. La chica posó la cabeza sobre su hombro mientras se movían al
ritmo de la melodía, y cuando sonó el estribillo, volvió a mirarlo a los ojos y
él la besó.
En
apenas un pestañeo, la música se había ido, y con ella, la penumbra del local.
Magdalena ahora se encontraba en un local industrial aparentemente abandonado,
con los restos de maquinaria pesada de fábrica y grandes conductos oxidados.
Aquel chico estaba allí, y junto a él, muchas personas más, sentadas frente a una
figura muy alta. El hombre tenía la cabeza rasurada, los ojos grandes, los
dientes afilados y la lengua inhumana. Cubría sus vergüenzas por una larga
túnica morada y se apoyaba sobre un largo bastón culminado por la efigie de un
hombre de cuatro brazos. Uno de los hombres le colocó una mitra sobre la
cabeza.
-
Gocemos, hermanos, de la presencia de aquellos que han aceptado el camino de la
rectitud – dijo la imponente figura.
El
chico y los demás presentes realizaron una reverencia. Junto al orador había
una mesita.
- La
vida de todos los que hemos consagrado nuestro tiempo a la persecución de los
pecadores está llena de tropiezos, de pruebas de fe que intentan separarnos del
camino de lo que es correcto, pero la dicha debe de llenarnos pues estamos
cerca de alcanzar nuestro cometido final – dijo, prosiguiendo con su discurso.
Se
acercó a la mesita y de ella tomó un libro, dejando bajo el otro. La tapa del
mismo estaba serigrafiada con un título que ella conocía muy bien. “Historia
Antigua de Badgdylon”.
- ¡La
verdad está escrita, y no será la mano del hombre la que la pervierta ni la que
cambie el destino de la humanidad! Hubo un tiempo, hermanos míos, en que la
avaricia destruyó la ciudad donde la humanidad intentó equipararse al
Arquitecto. Los pobres de espíritu crecieron hacia el cielo, ignorantes de que
él estaba mucho más cerca. ¡Su conocimiento nos ha sido transmitido durante
generaciones, pero nos hemos negado a verlo! Ahora, quizá demos con la forma de
despertarlo para que nos lleve hacia las estrellas para poder descansar en el
Paraíso Eterno.
Los
hombres vitorearon, animados por los pretextos religiosos que aquella especie
de sacerdote sectario los transmitía. “Deben de ser los del Culto, pero… ¿por
qué? ¿Qué tienen que ver con mis padres y con una discoteca?”, pensó Magdalena.
Pocos
segundos después, la estancia se oscureció totalmente, y cuando la luz volvió,
la única persona que estaba allí era el chico que había visto bailando. Mirando
a ambos lados, visiblemente nervioso, se acercó a la mesita y al libro que había
en ella. Rápidamente se lo guardó entre las ropas y se escabulló por una
esquina, pero al doblarla, la chica no vio a nadie. Pestañeó fuerte, y lo único
que halló fue el tacto del rocío contra sus pómulos y el olor a tierra de
cementerio.
Había
vuelto a la realidad, pero seguía sin entender el porqué de esas visiones.
Frente a ella seguía la tumba de su madre, pero a su alrededor había
anochecido.
- ¿Qué
quieres decirme? – preguntó en voz alta, pero no obtuvo respuesta.
Suspiró
fuerte y se apretó con fuerza los hombros. Había comenzado a helar y se había
manchado.
-
Dime, ¿qué pinta Winterlich en todo esto? ¿Quién era ese chaval?
Pronto,
una bengala encendida iluminó su mente. Sólo había una respuesta posible. Era
su padre.
- Así
que eras tú la chica que bailaba con él – dijo en voz baja.
Todo
comenzaba a tener sentido en su cabeza. Si él era su padre, significaba que
había robado los libros, al menos el que acababa de ver, y quizá por eso lo
perseguían los acólitos del Culto. Fuera como fuera, tenía que llegar al fondo
del asunto, ya que conocer el pasado quizá pudiera dar respuesta a sus propias
preguntas.
Un
sonido muy fuerte rompió el silencio nocturno. A lo lejos, más allá del linde
del campo sacro, se veía un incendio, y sobre él, grandes columnas de humo
negro ascendían para reunirse con las nubes. Magdalena tuvo un mal
presentimiento y su respiración se entrecortó.
“Tengo
que ir allí”.
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