Magdalena - Capítulo XII - Magna Quidem Illustrans
Una semana más, asistimos sin créditos a un nuevo capítulo de Magdalena.
En esta ocasión, nos adentramos en un capítulo muy emocionante, lleno de acción, en el cual despediremos a un personaje muy querido.
Además, quería anunciar que ya he terminado la corrección de El Caballero Verde. Ha quedado una novela extremadamente larga, pero muy bonita. ¿Cuándo podréis leerla? No lo sé, ya que quiero jugar con ella antes de su publicación, pero es un avance.
Antes de nada, el índice para los rezagados:
LISTADO DE CAPITULOS
Prólogo y Capítulo I - Reencuentro
Capítulo IV - La prisión del tiempo
Capítulo VII - Al llegar el alba
Capítulos IX y X - Un café con Ángela & Joshua Güendell
Capítulo XII – Magna Quidem Illustrans
La patada derribó los
restos de la puerta, que había sido forzada recientemente. Dentro de la casa
únicamente halló desorden, papeles por el suelo, vidrios rotos y muebles de
madera derribados. En el patio trasero tampoco había nada, estaba prácticamente
intacto, pero escaleras arriba, el vestidor de una anciana había sido arrasado.
Cerca de la puerta,
Ángela contemplaba con horror. Únicamente Fabio Salcedo había acompañado a
Taylor dentro de los muros, vigilando porque los asesinos aún podrían estar
allí.
- Es… - intentó decir
la chica, pero la voz la falló.
- Es inhumano –
completó Maykel.
Magdalena y Joshua
únicamente callaban. El segundo no sabía muy bien que decir, y la primera se
martirizaba por sus propios pecados. Ella también había hecho cosas horribles a
pesar de no ser consciente de ello, y por lo que intuía, Taylor también.
Esta vez era diferente.
La sangre lo había bañado a él directamente.
Frente a la siniestra
fachada de aquel edificio de Manrilem, la incipiente oscuridad amenazaba con
llevarse con ella los cuerpos de dos ancianos crucificados.
- Los antiguos hacían
este tipo de cosas – logró decir Joshua. – Lo vi en la tele hace tiempo, en los
documentales. ¿Qué han pasado, dos mil años?
- Tío, míralos. Tendrán
casi ochenta años y están ahí plantados, con unos putos clavos clavándolos a la
madera de esas putas cruces. Eso no está bien – respondió Maykel, pero el chico
más que para los demás, hablaba para sí mismo.
En lo alto de las
cruces había dos inscripciones prácticamente ilegibles, escritas en un idioma
antiguo. Únicamente Magdalena sabía lo que ponía, ya que al leerlas, una
palabra tomaba forma en su mente.
“Pecadores.”
La muchacha resopló con
fuerza y cruzó el umbral de la puerta de entrada.
- ¡Eran mis abuelos,
joder! Hacía años que no los veía… ¡años! ¿Quién cojones ha podido hacer esto?
Es por mi culpa, por haber decidido venir aquí.
Era la voz de Taylor.
El chico estaba llorando.
- Ya basta, ¿no te
enteras que tú no has hecho nada malo? El que lo haya hecho pagará por ello,
pero ahora piensa en tu madre, en tu amigo, y en todos los demás. ¿Sabes dónde
están? ¡No! Tenemos que encontrarlos y ponerlos a salvo. Quien quiera que haya
matado a tus abuelos, o los tiene, o los ha hecho lo mismo, o vete tú a saber.
¿Entiendes?
Taylor asintió e
intentó secarse las lágrimas, pero contra todo pronóstico, no paraban de
brotar. Frente a él estaba Salcedo, intentando hacerlo entrar en razón,
controlando la rabia que él mismo sentía y la preocupación por su hermano.
Magdalena lo miró durante unos instantes y la preció un hombre bastante apuesto
y maduro, aunque apenas lo conocía. Cuando Taylor abandonó la habitación y pasó
a su lado, la miró con los ojos aún encharcados en pena, pero la mirada no
contenía odio esta vez. Ella pensó en abrazarlo, pero no tuvo el coraje
suficiente para hacerlo.
Cuando el desertor
abandonó el hogar de sus abuelos, pudo ver a los tres colegas de Benjamín
hablando con un chaval joven que seguramente no sería ni siquiera mayor de
edad.
- Tenéis que confiar en
mí, esos cabrones volverán – decía el chico con una voz aún muy infantil.
- ¿Se puede saber quién
eres y qué quieres? – preguntó Taylor al incorporarse.
- Me llamo Domenico
Della Valle, mi señor. Estoy intentando sacaros de aquí para que no os hagan lo
mismo a que a ellos.
- ¿Los conocías? –
volvió a preguntar.
- No, pero no hace
falta conocerlos para saber que eso no está bien. Los Visionarios controlan
ahora esta ciudad y pueden hacer en ella lo que quieran, ¡tenéis que creerme!
- A mí no me parece que
esté mintiendo – dijo Ángela.
Los ojos del joven
reflejaban rabia y nervios.
- Igual lo han mandado
a por nosotros los que hicieron esto a tus abuelos, para poder capturarnos más
fácilmente – dijo Joshua.
Pronto, Magdalena y
Fabio salieron de la casa, uniéndose a los demás integrantes del grupo y a Domenico.
- Podéis hacer lo que
queráis, pero sólo nosotros podemos ayudaros – insistió el chico.
- ¿Vosotros? – preguntó
Ángela, curiosa.
- ¿Has visto salir a
alguien más de aquí? – preguntó Fabio simultáneamente.
El chico se sentía
acorralado, pero se mantenía firme. Taylor lo miró a los ojos y pudo encontrar
algún atisbo de la misma determinación que él tuvo años atrás cuando contra
todo pronóstico decidió iniciarse en el ejército, conocedor de los males que lo
aguardaban, pero aun así, decidido.
- Hubo gente que se fue
antes de que llegaran los Visionarios, pero de verdad, prefiero que hablemos en
otro lugar – dijo.
- Vámonos con él – dijo
Taylor. – Yo te creo, chaval. Mis abuelos ya están muertos, pero hay otros que
aún no, ¡así que vamos! – exclamó con determinación.
Domenico lo miró
fijamente y asintió.
- Aquí cerca tenemos un
garaje donde podemos hablar con tranquilidad, así que vamos a darnos prisa –
dijo.
El chiquillo se dio la
vuelta y comenzó a andar muy rápido. Llevaba una sudadera amarilla con un
estampado negro y gris y un pantalón vaquero claro. Los compañeros lo
siguieron, intentando mantener el ritmo. El tiempo del viaje habían podido
aprovecharlo para descansar, ya que llegaron sin ningún incidente, pero una
nueva noche se cernía sobre ellos y no tenía pinta de que pudieran pegar ojo.
El chico los llevó a
través de varias calles donde las farolas comenzaban a despedir una cierta
iluminación. Apenas había personas en las mismas, y los pocos transeúntes que
se encontraban no escatimaban en susurros y murmullos.
- Me habían dicho que
Manrilem era una ciudad libre – dijo Joshua al chico.
- Y lo era, hasta que
esos cabrones llegaron al poder – respondió.
El grupo llegó frente a
una gran cuesta que terminaba, en ambos extremos, en dos rotondas. La superior
daba a un túnel que atravesaba la ciudad, y la inferior dejaba a la vista una
bahía desnuda en la cual podían verse barcos de diferentes estilos, algún
pequeño bote de pescadores y un par de ellos de lujo. Cerca de esta segunda, el
chaval torció hacia la izquierda y los llevó por una pequeña callejuela hacia
la entrada de un parking. Tras sacar un llavero, lo abrió y todos accedieron a
su interior, dejando atrás varias plazas vacías y llegando a la entrada del
garaje.
No era muy grande, pero
en su interior había dos sofás polvorientos, una estantería y electricidad, la
cual daba vida a un viejo televisor y a un frigorífico. Della Valle cerró la
puerta y dio la luz, indicando a sus invitados que se sentaran. En la fría
pared de piedra había varios posters que hacían las veces de propaganda
antirreligiosa.
- Está bien que nos
hayas traído aquí, parece bastante recóndito – dijo Salcedo, pensando en voz
alta.
- Tenemos varios puntos
como este repartidos por la ciudad. Es donde traemos a todos los que quieren
unirse al Movimiento Panonírico.
- ¿Movimiento
Panonírico? ¿Eso no suena mucho a sueños y cosas así? – preguntó Ángela.
- Más o menos. Nos
dedicamos a defender el papel de la ciencia en la sociedad, como ha venido
siendo desde hace varios siglos hasta que nuevamente los religiosos intentan
hacerse con el control.
- Supongo que te
refieres a los Vigilantes. En Cadmillon los llamamos el Culto – dijo Taylor.
- Así que venís de
Cadmillon. Supongo que por eso crucificaron a los ancianos de esa casa. ¿Sois
fugitivos?
- Algo así – volvió a
decir Taylor. – Eran mis abuelos. Antes de nosotros, había llegado otro grupo
de refugiados. Un chico gordo, dos señoras, un señor mayor, y un chaval
igualito a este – dijo señalando a Fabio.
- No sé cómo eran exactamente,
pero la gente habla. Tenemos espías repartidos por toda la ciudad, si es que
puede llamárselos así, y sí que llegó a nuestros oídos que un grupo de gente
extraña llegó allí, ¿puede que sea en un taxi? – Fabio asintió. – Hasta donde
sé, abandonaron la casa antes de que le hicieran eso a tus abuelos.
- Entonces habrá que
dar con ellos. Benjamín no es capaz de apañárselas solo por mucho tiempo – dijo
Maykel.
- Cuando me llamó
estaba en un ciber café, pero a estas horas dudo que siga por allí. ¿No sabéis
más sobre ellos? – preguntó Ángela.
El chico negó con la
cabeza.
- ¿Y por qué esos
Visionarios harían algo así a dos ancianos?
Las palabras de
Magdalena causaron cierta conmoción, pero finalmente la duda estaba en el aire,
deleitando a los presentes con la tensión que se acumula en los instantes
previos a la explosión.
- Porque son unos
fanáticos y están locos. Van de un lado para otro gritando que la Bruma es
culpa de la humanidad, que debemos de expiar nuestros pecados y mierdas así. La
gente está desesperada, tiene miedo…
- Y en su miedo abraza
el adoctrinamiento religioso – sentenció Taylor. – La misma historia de
siempre.
Domenico asintió y
Ángela se levantó a revisar los títulos de la estantería. La mayoría de los
libros parecían bastante antiguos y polvorientos, y su mirada fue a pararse
sobre uno de ellos.
- “El Ministro del Silencio”
… - dijo con voz calmada.
- Un libro de hace
algunos siglos, pero que habla de temas que aún son actuales – la dijo el
chico.
- ¿Y es bueno? Parece
bastante corto – se interesó ella.
- No sé quién pagaría
por leerse eso – respondió él, sonriendo.
Salcedo dio una palmada
para captar nuevamente la atención del grupo.
- Vamos a ver, entonces
la policía de aquí hará algo con esos asesinos, ¿no? Las leyes deben de estar
para algo.
- No harán nada –
respondió Domenico con un suspiro. – El alcalde de Manrilem lo es porque abrazó
sus doctrinas, y su semilla se ha ido esparciendo por todo el país y por varios
más. Nuestra líder nos dice que este es el Nuevo Orden Mundial.
- ¿Nuevo Orden Mundial?
– preguntó Joshua. – Esto sí que se parece a esas películas de ciencia ficción,
con sus teorías conspiratorias y todo eso. ¡Solo faltan alienígenas y
palomitas!
Taylor y Magdalena
cruzaron sus miradas, sabedores ambos de lo que había en los túneles.
- Ella dice que todos
estos movimientos religiosos tienen algo en común y que lo buscan es
controlarnos a todos. Hoy han usado al fanatismo de la extrema derecha para
mandar en esta ciudad, y otro día usarán el hambre del pueblo en otra.
- Tal y como ha pasado
en Cadmillon – interrumpió Taylor. – Poco antes de que tuviéramos que huir de
esa ciudad, el Culto movilizó a las masas de gente pobre contra el Gobierno
Central, que es la institución que domina todo allí. Nosotros vivimos en una
sociedad mucho más estricta que vosotros.
- Quizá debería de
llevaros frente a la anciana. Si es tan fuerte el movimiento religioso allí,
ella debería de saberlo de primera mano. Nuestra base está fuera de la ciudad,
pero si habéis venido con algún transporte no debería de ser un problema.
- ¿Qué sabéis sobre
Lera Pyotrolai? – preguntó Magdalena.
Aquel nombre no se
había ido de su cabeza ni un segundo, y en una situación como aquella era
necesario que lo compartiera con los demás.
- Actualmente es la
accionista mayoritaria y la hija del fundador de Lemon – dijo Maykel.
- La de la informática,
¿no? Móviles, tablets, portátiles… - preguntó Joshua.
- Sí – le respondió su
compañero. – No fue polémico ni nada lo de su padre.
- ¿Qué le pasó a su
padre?
El tono usado por
Magdalena resultó inquisitorial, volcando la atención de los presentes en los
motivos ocultos que la hacían formular tales preguntas.
- ¿Qué sabes sobre
ella? – la preguntó Taylor. Estaba tenso.
- Quiero saber qué le
pasó a su padre.
Ángela la miró
desafiante y respondió.
- El señor Pyotrolai
estaba a punto de vender la compañía y todas sus acciones a una empresa
extranjera, pero el día antes de la firma del contrato se suicidó disparándose
con una escopeta en el pecho. Por casualidades de la vida, su hija Lera resultó
ser la única heredera de toda su fortuna, incluidas todas las acciones de
Lemon.
- Y mira que es difícil
suicidarse disparándote con una escopeta en el pecho – dejó caer Maykel.
- Está bien – dijo
Magdalena. – Cuando el Gobierno Central me tuvo prisionera, escuché a Walter
Winterlich hablar con esa mujer por teléfono. Ella debía de financiar sus
investigaciones o algo así.
- ¿El Gobierno Central
te tuvo prisionera? ¿Por qué?
Las palabras de la otra
mujer fueron formuladas en un tono satírico, pero a la vez violento. Sabía que
había algo más que no les habían contado.
- Porque es una puta
dictadura – respondió Taylor. – No importa ahora. Lo que sí que importa es
encontrar a mi madre y al resto, y ver qué pinta Pyotrolai en todo esto.
- Hablando de esa
señora… hace poco finalizó la construcción de la Torre Lemon, ¿no? Quizá
deberíamos hacer una visita – dijo Salcedo.
- Cierto. La Torre
Lemon se encuentra al este de Cadmillon, y en teoría guarda información
confidencial sobre la compañía. Un gran torreón con el logo de la compañía
sirve para avisar a los aviones de que no vuelen demasiado bajo, pero es un
puto búnker, no sé cómo podemos entrar – dijo Maykel.
- Tal vez nosotros
podamos ayudaros – interrumpió Domenico. – Lo mejor será que pasemos la noche
aquí y mañana veamos qué hacer.
- No tenemos tanto
tiempo – dijo Taylor. – Tenemos que dividirnos para encontrar a los nuestros. O
han conseguido esconderse por ahí, o los tienen esos fanáticos, así que yo
propongo hacer dos grupos. ¿Dónde tienen su sede los Visionarios?
- En la Iglesia del
Santo Prejuicio, a una media hora andando de aquí, pasando el túnel que hemos
visto. No estarás pensando ir allí, puede ser peligroso.
- Es justo lo que estoy
pensando hacer. Salcedo y yo éramos militares, así que iremos nosotros ya que
podemos apañarnos mejor. El resto iréis junto a Domenico por la ciudad.
- Y cuando los
encontremos, ¿qué hacemos? ¿Cómo nos reunimos nosotros? – preguntó Joshua.
- Volveremos aquí –
respondió Taylor. – Dejaremos la puerta abierta, y a unas malas, ya nos
apañaremos. Seguro que los amigos de este chico hacen algo por nosotros,
¿verdad?
Domenico guiñó un ojo.
- En cuanto veamos a un
grupo grande de gente rara, se sabrá. No os preocupéis.
- ¡Pues en marcha! –
exclamó Fabio vigorosamente.
- Yo… yo quiero ir con
Taylor – dijo Ángela, muerta de vergüenza.
- ¿Así que te has
enamorado del soldadito? – la vaciló Joshua.
- ¡No es eso!
Simplemente creo que tenemos que repartirnos mejor, somos cinco y ellos dos.
¡Eso podría llamar la atención, nada más!
- Va a ser peligroso –
la advirtió el militar.
- Todo es peligroso
desde que volviste a Cadmillon, ya me importa un comino – respondió ella.
Ante la atenta mirada
de Magdalena, Taylor se encogió de hombros.
- Está bien, actúa bajo
tu propia responsabilidad – dijo.
- Y si no, seguro que
me proteges – le dijo ella mientras lo cogía unos instantes por la cintura,
sonriendo.
Esta vez fue el soldado
el que se tornó carmín de la vergüenza, mientras el resto de los hombres se
reían.
- No sé qué tal iréis
de munición, pero tenemos esto para emergencias. Levantad del sofá.
Tras la orden del
chico, uno de los sofás se quedó al descubierto para que él pudiera levantarlo.
Ocultas en su interior había varias armas, muchas de ellas algo rudimentarias,
y munición.
- Menuda maravilla –
dijo Fabio.
Los militares tomaron
munición para sus armas y una granada cada uno, Ángela tomó una pistola y un
puñal, Magdalena una escopeta y Joshua y Maykel dos rifles.
- ¿Y tú? – preguntó
Magdalena al chico.
- Yo ya tengo mis armas
– respondió él.
El grupo abandonó el
garaje en dos tandas, dispersándose por aquella ciudad cada día más oscura. Los
focos de los coches echaban un pulso a las farolas y los antros de mala muerte
aún seguían abiertos, tentando siempre a los incautos a cruzar sus puertas.
Taylor, Ángela y Fabio
volvieron a la cuesta. Las indicaciones que los había dado el chico eran
simples, y si no les había reprochado el acercarse a la iglesia de noche, era
porque sabía que en aquel templo no dormían. La subida fue breve, dejando tras
de sí doscientos metros de asfalto y adoquines aún húmedos por el servicio de
limpieza de calles. Un murciélago revoloteó alrededor de la chica, que intentó
espantarlo torpemente mientras Taylor la miraba sorprendido, a lo que ella
respondió con una sonrisa picarona. Parecía evidente que había química entre
ellos y Ángela no intentaba ocultarlo. A él le parecía atractiva, tenía un
toque de barrio que incluso le daba cierto morbo, pero estaba convencido de que
era todo fachada y debajo se escondía una niña dulce rodeada de sus propios
fantasmas.
El olor a mar lo
impregnaba todo, y el túnel era tan largo que impedía ver el final al otro
lado. Las luminarias de los laterales acompañaban a su sinuoso recorrido, y de
vez en cuando, algún taxi lo recorría. Protegidos por una valla que separaba el
espacio peatonal del de vehículos, los tres compañeros comenzaron a andar,
intentando localizar en todas las esquinas alguna señal del peligro que los
acechaba, pero no había nada, ni siquiera las cámaras que generalmente se
encontraban repartidas por Cadmillon.
“Al menos, de momento”,
pensó Salcedo. “Si esos canallas son capaces de crucificar a dos viejos en
público y la gente no se los ha comido, las cosas están peor de lo que
pensamos”.
Llegados a cierto
punto, un grupo de chavales jóvenes pasaron a su lado. Su edad estaría
comprendida entre los dieciocho y la muerte, pues el aspecto demacrado
resultante de haber dedicado ya muchos años al consumo de drogas impedía ser
certeros; y su ropa de chándal y andares gamberros no hacían de ellos un mejor
partido. En sus manos llevaban porros y bolsas de plástico donde había alcohol,
y el ambiente se azuzaba con el olor a marihuana y la música rap que escuchaban
en alto.
Uno chocó
voluntariamente el hombro a Taylor, que se contuvo y lo dejó pasar, pero cuando
pasaron al lado de Ángela comenzaron a silbar y a realizar comentarios fuera de
tono.
- Menudos jamones para
esta piara de cerdos, bonita – dijo uno de ellos.
Eran al menos seis.
- Acompáñanos a
montarnos una “gangbang”, que luego te dejamos en casa – dijo otro.
- Es que mira que
labios más ricos para chupar – se dijeron entre ellos.
Ángela se giró hacia
ellos y apretó los puños.
- ¡Cómo sigáis
tocándome los cojones lo único que va a tocar vuestra polla son vuestros putos
dientes, panda de cabrones!
Ellos comenzaron a reír
a carcajadas.
- Está brava la niña –
dijo uno de ellos de tez mulata.
Taylor sacó rápidamente
su pistola y apuntó a uno de ellos.
- Pedid perdón a la
señorita – fue lo único que dijo.
- No irás en serio –
dijo otro de ellos.
Ángela y Fabio sacaron
sus propias armas y los apuntaron. Sus ojos dibujaban miradas de pánico, y sin disculparse,
comenzaron a correr en la dirección opuesta.
- ¡Voy a decírselo a mi
padre! – gritó uno de ellos mientras se alejaban.
- Menuda panda de hijos
de puta – dijo Taylor al guardar su arma.
- Muchas gracias, pero
no hacía falta. Estoy acostumbrada a tratar con este tipo de cerdos, cuando
eres mujer… es lo que toca.
- Por triste que sea –
reconoció Salcedo.
Los tres continuaron
avanzando sobre aquella serpiente de hormigón hasta, finalmente, vez la luz al
final del túnel. Fuera había una rotonda sobre la cual había una fuente
ornamental que representaba a varios delfines saltando sobre las aguas; a su
derecha había una residencia de estudiantes y a la izquierda estaba la Iglesia
del Santo Prejuicio.
Su silueta era
inconfundible, a pesar del recinto que la rodeaba, y la entrada estaba
defendida por dos militares.
- Son iguales que los
de la Academia Formativa – le dijo Salcedo a Taylor.
- Y los colores de la
bandera también – respondió.
En el interior del
recinto, había una pequeña plaza central sobre la que se erigía una enorme
bandera azul y morada con el dibujo de un hombre, pero la figura, lejos de lo
habitual, portaba una túnica blanca como la de los sacerdotes y tenía la cabeza
rasurada, siendo lo más perturbador que tenía cuatro brazos en vez de dos.
- Bueno, machotes.
¿Habéis pensado en cómo entrar? – preguntó Ángela.
- Por la puerta.
Seguidme el rollo – respondió el chico rubio.
Tras cruzar frente la
residencia de estudiantes y esperar varios minutos en un paso de peatones,
finalmente la luz verde les permitió acercarse a los guardias. Estos portaban
dos rifles, un modelo usado también por el ejército de Cadmillon.
- ¿Qué hacéis aquí a
estas horas? ¡Largaos! – gritó uno de ellos.
- Disculpe, señor.
Venimos a orar – mintió Taylor.
- ¿Tan tarde? Si es
casi media noche, no digáis tonterías – dijo el otro con rabia.
- Nunca es tarde para
presentar nuestro respeto y expiar nuestros pecados – dijo Ángela con
entusiasmo.
Los dos hombres se
miraron incrédulos. Uno de ellos intentó hablar, pero el chico rubio lo
interrumpió.
- Imagino que al
responsable de esta iglesia no le guste escuchar que se niega la entrada a tres
pobres feligreses.
El guardia que habló
primero lo miró fijamente, y acto seguido se dio media vuelta y se internó en
el edificio.
- Vosotros esperad aquí
– dijo el otro.
La tensión duró varios
minutos durante los cuales nadie dijo nada.
Finalmente, el soldado
regresó junto a un hombre menudo que se cubría con una túnica morada. Llevaba
la cabeza tapada por una capucha y los brazos cruzados, aunque su rostro
reflejaba una edad avanzada. El sacerdote se detuvo ante ellos y los miró uno a
uno, en silencio, escrutando sus intenciones.
- ¿Qué puedo ofreceros
a estas horas? – fue lo único que preguntó.
- Veníamos a expiar
nuestros pecados – dijo la joven.
El anciano esbozó una
leve sonrisa antes de murmurar.
- A expiar vuestros
pecados… está bien, pasad.
Los dos hombres se
apartaron y el grupo pudo pasar, avanzando junto a la plaza de la bandera y
adentrándose en la enorme estructura de piedra. El interior se encontraba
iluminado por varios candiles, y tras las numerosas hileras de bancos de
madera, había un humilde altar sobre el que reposaba una efigie dorada del
hombre de cuatro brazos. Sin más personas en la habitación, el sacerdote los guio
frente a la efigie.
- Por vuestras caras
diría que es la primera vez que entráis en un lugar así – dijo al girarse hacia
ellos.
Los tres asintieron.
- Llegáis en buen
momento. Hoy, en la Iglesia del Santo Prejuicio, contamos con un invitado muy
especial, un evangelista de primera categoría. Os puedo asegurar que sean
cuales sean vuestros pecados, serán expiado.
Fabio Salcedo estaba
muy nervioso. Desde que había llegado allí, había sido incapaz de formular
palabra, y a pesar de haber entrado, la excusa que había dado Ángela no le
parecía la más adecuada. Si aquellos hombres eran tan radicales, no quería
imaginarse la forma en que los tratarían a ellos.
- Acompañadme – dijo el
anciano.
El grupo se dirigió
hacia una escalinata descendente que había a la derecha, por la cual el
sacerdote comenzó a descender. Sin mediar palabra, los demás lo siguieron. Tras
una leve bajada, dieron a parar a un túnel prácticamente oscuro, en cuyo final
podían atisbar luces y sombras producto de las llamas. Contra más se acercaban,
con más fuerza se repetía una siniestra letanía. Instintivamente, Taylor se
llevó la mano a la empuñadura de su arma.
- No seáis tímidos. La
introducción de nuevos acólitos es uno de los pocos motivos permitidos para
detener el ritual.
Se habían metido de
lleno en la boca del lobo. Al final del túnel encontraron varias hogueras
encendidas en el suelo, alrededor de las cuales los fieles oraban ritualmente.
Su piel era pálida, y su cabellera, inexistente. Hombres y mujeres celebraban
aquel acto pagano, pero había algo perturbador en ellos, y eran sus dientes
serrados para simular colmillos, sus grandes ojos compuestos como los de los
insectos, y las lenguas monstruosas que salivaban un líquido viscoso y verdoso
sobre el suelo subterráneo.
Frente a ellos había un
hombre alto que mediría seguramente más de metro noventa. Llevaba la cabeza
rasurada y el resto de rasgos monstruosos propios de los seguidores del Culto,
y una túnica morada como la del sacerdote, acompañada por un palio de lana azul
adornada con seis cruces de seda negra. Sobre su cabeza portaba una mitra con
la heráldica del hombre de los cuatro brazos, y en su mano izquierda portaba un
largo bastón que culminaba con esa misma efigie de oro. A su lado había un
anciano bajito, asustado ante la eclesiástica figura. Taylor lo miró con miedo
de que fuera Marcos Lorenz, pero por suerte no era él.
- Nunca es tarde para
abrazar la auténtica fe y liberarse de las ataduras de la ciencia, esa
herramienta que usan los opresores para atarnos a este mundo carnal. ¡Él lo
sabe, y por eso está aquí esta noche! – gritó la imponente figura.
Los fieles comenzaron a
gemir, exaltados ante su oratoria. El aparente sacerdote dibujó un círculo de
tiza alrededor del anciano, y dentro del mismo, un pentagrama. Había reparado
en la presencia de los recién llegados, pero los había ignorado. Metió la mano
que tenía libre entre sus ropajes y sacó un vial que contenía un líquido verde.
Alzando la cabeza del hombre, lo hizo beber, ignorando su mueca de asco. Las
gotas que quedaban las esparció sobre las hogueras ante el horror de los
jóvenes.
Al impacto con el
fluido, las llamas se tornaron verdes y el humo se volvió de color esmeralda,
exactamente igual que la Bruma. El gas comenzó a filtrarse a través de los
conductos de ventilación que había en el techo, y el anciano comenzó a agitarse
dentro del círculo de tiza, retorciéndose de dolor. Taylor ya había visto aquel
horror poco antes, y Ángela, aterrada, lo cogió de la mano.
- No temáis – dijo el
sacerdote que los había llevado allí. – El cuerpo y la sangre del señor lo
convertirá en un hombre puro, más adapto para completar su obra sobre este
reino de dolor y de pecado.
Los huesos del anciano
comenzaron a fracturarse mientras su piel se desgarraba. Uno de sus brazos
intentó cruzar su prisión, pero un círculo mágico se lo impedía. Pocos minutos
después, lo único que quedaba de él era un cadáver humeante en el suelo, con la
carne fusionada donde no debía formando un amasijo de vísceras y huesos. Los
fieles se quedaron inmóviles y en silencio.
“Ahora te toca a ti”.
Una voz había sonado en la cabeza de Fabio Salcedo, pero no era la suya, y el
culpable del ritual lo estaba mirando fijamente. Instantes después, volvió a
depositar su mirada sobre los acólitos.
- No ha podido ser,
hermanos míos. ¡Sus pecados eran demasiado fuertes! Pero no lloremos por él, no
todavía. ¡El señor ha reclamado su alma para salvarlo de esta vida
inmisericorde!
Ángela agarró aún más
fuerte la mano de Taylor y susurró a su oído.
- Lo ha matado. Su
cuerpo no ha sido capaz de aguantar la transformación… joder, dime qué demonios
era eso…
El maestro de
ceremonias los miró fijamente, como si a pesar de la distancia y del sonido del
fuego hubiera podido escuchar sus palabras. La Bruma inundaba toda la estancia.
- Demos paso a estos
tres jóvenes adeptos, invitados de última hora. Ellos también quieren liberarse
del dolor y del pecado, así que aceptémoslos entre nuestras filas, hermanos
míos.
Salcedo no puedo
aguatar más y reveló su fusil, encañonando al anciano sacerdote que los había
llevado hasta allí.
- ¡Ya valió, ostia!
¡Decidnos qué coño es todo esto o me lo cargo! – gritó.
Todos los acólitos se
giraron bruscamente hacia él, clavando sus brillantes pupilas en el arma del
moreno varón. Durante unos instantes, pareció que todos los presentes contenían
la respiración, y Ángela apretaba cada vez más fuerte la mano de Taylor.
- Si me matas, moriré
feliz por haber cumplido con los designios de mi señor, pudiendo finalmente
reunirme con él – dijo el anciano sacerdote mientras empujó con su frente el
cañón del fusil.
Salcedo comenzó a
sudar, nervioso. Estaban en una situación comprometida, y por si fuera poco,
fuera aún los esperaban los guardias.
- Relájate, pecador.
Aquellos que viven una vida inmersos en la ira deben de alejarse de ella para
poder progresar en su camino hacia la iluminación.
- Magna Quidem
Illustrans ha hablado – dijeron al unísono los acólitos.
- ¿Qué? – preguntó
Taylor.
La imponente figura
sonrió con maldad y fanatismo.
- Si conocierais las
antiguas lenguas ninguna verdad os sería oculta. Ahora, arrepentíos y disfrutar
del cambio, o morid.
Tras pronunciar las
últimas palabras, el hombre golpeó el suelo con el bastón y comenzaron a
escucharse ruidos de pisadas que parecían provenir de todas partes. Los tres
compañeros comenzaron a retroceder, sin dejar de apuntar al sacerdote y tomando
los tres sus armas de fuego, mirando nerviosos a su alrededor. Los seguidores
de aquella religión miraban a cielo mientras sacaban sus enormes lenguas. La
Bruma lo inundaba todo.
Cuando una garra
atravesó el suelo cerca de Salcedo, este perdió los nervios y disparó al
anciano sacerdote, matándolo. Los acólitos comenzaron a correr hacia ellos, con
las manos desnudas, dispuestos a aplastarlos bajo su número. Taylor disparó una
ráfaga con su subfusil, hiriendo a varios de gravedad, pero por alguna razón,
no pudo detener su febril avance. A aquella primera garra la siguieron más, y
pronto varias criaturas más grandes que hombres se habían colado en aquel túnel
subterráneo.
Los tres jóvenes
corrieron cada vez más deprisa hacia las escaleras, sin dejar de disparar,
mientras bestias decrépitas con dos pares de brazos y cuerpo quitinoso se
interponían en su camino. Uno de ellos se abalanzó hacia Taylor, pero un
disparo suertudo de Salcedo consiguió abatirlo al impactarlo en la cabeza. Al
caer muerto cerca de ellos pudieron vez como sus pares de brazos inferiores, en
vez de acabar en manos, lo hacían en cuchillas óseas.
El líder de la secta
estiró una mano en su dirección y liberó una descarga eléctrica que provocó un
derrumbe. Ángela y Taylor se protegieron como pudieron, pero no había ni rastro
de Salcedo y el polvo dificultaba la visibilidad. Uno de los guardias comenzó a
bajar por las escaleras pero un disparo de Ángela lo abatió. Taylor se giró
para intentar dar con su amigo, pero tenía a una de aquellas criaturas cerca,
así que la aniquiló con una descarga de su subfusil. Aunque apenas tuvo unos
instantes de paz, le pareció ver que la sangre de los seres era parecida al
líquido que el extraño obispo había arrojado sobre las llamas.
- ¡Vamos, Taylor,
corre! – le gritó Ángela desde las escaleras.
Él volvió a mirar en
busca de su compañero, pero al verlo, la situación fue desalentadora. Una gran
roca estaba donde debía estar su pierna derecha y su cuerpo estaba cubierto de
sangre, pero aún intentaba vender cara su vida. Los acólitos llegaron hasta él,
y comenzaron a morderlo y a despedazarlo con sus propias manos.
- ¡No! – gritó Taylor
mientras disparaba hacia ellos, agotando su cargador.
La mano de Ángela lo
agarró de un hombro y tiró hacia él. Su mirada decía que era demasiado tarde
para su amigo, y tenía razón. Si no hacían algo, ellos serían los próximos.
Antes de subir por los escalones, sacó una granada de su bolsillo y la arrojó
hacia el cadáver de Fabio Salcedo. Después, se giró y comenzó a subir.
El impacto de la bala
apenas le rozó el brazo de pasada, provocando una quemazón superficial. La
explosión subsiguiente derrumbó el túnel inferior y las escaleras cayeron tras
ellos, sumiendo a la Iglesia del Santo Prejuicio en la oscuridad. La planta
superior comenzó a derrumbarse y el guardia que lo había disparado se
desestabilizó. Taylor tomó su propia pistola, y tras balancearse un poco, le
disparó tres veces en el pecho.
- ¡Vámonos de aquí! –
gritó a Ángela mientras la agarraba fuerte de la mano.
El suelo comenzó a
hundirse bajo sus pies, haciendo caer el altar de los Visionarios y a varias
hileras de bancos. Toda la estructura del edificio debía de estar ubicada sobre
largas hileras de túneles subterráneos, y la detonación había provocado un
efecto dominó. Los cristales de las vidrieras comenzaron a estallar en pedazos,
provocando algún corte en los dos jóvenes. Cuando se disponían a cruzar la
puerta principal, Taylor activó su segunda granada y la dejó caer tras él,
siendo absorbida por la oscuridad de la tierra.
Lo único que podían
hacer era correr a esconderse en la cercana residencia de estudiantes, al menos
hasta que pasara la tormenta.
Uau!!!! Aquí no se salva ni el apuntador.
ResponderEliminar¡Y lo que queda!
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