Generación Pandemia - Relato del accésit y microrrelato del empate
Sé que debería haberlo traído hace mucho, pero hoy quiero compartir con vosotros el relato premiado del certamen "Generación Pandemia", organizado por el Gobierno de Santander, capital de Cantabria y mi tierra natal.
El pasado mes de febrero realizamos la gala de entrega de premios de un certamen que se cerró en diciembre. La verdad es que estoy muy orgulloso por el reconocimiento, pero uno no puede conformarse y debe de seguir escribiendo.
El certamen se dividió en tres categorías: relato, microrrelato y poema; y del mismo salieron dos libros, uno físico con las quince mejores obras de cada una de ellas y uno digital con todas. En mi sección de libros podéis encontrar un enlace gratuito al libro digital y las indicaciones para obtener vuestro ejemplar físico de la antología.
Yo participé en las tres categorías, siendo premiado en la categoría de relatos con "El silencio de los cuervos", y empatando con el accésit de la categoría microrrelatos con "Lluvia". Por desgracia, el poema, incluido en El Ministro del Silencio, no pasó el corte ni de premios ni de estar en los quince primeros, pero podéis encontrarlo dentro del documento digital.
¿Cómo no iba a participar en el certamen cuando acabo de publicar una novela breve ambientada en la pandemia, y encima, lo convocaba mi tierra? El resultado, a continuación, espero que os guste. En primer lugar os dejo con el microrrelato (al ser más breve) y después con el relato premiado.
Lluvia
Casi treinta años.
Comenzó a llover, pero ella ya no lo sentía, ya no la importaba. El agua caía sobre la madera como las lágrimas saladas que maquillaban a los presentes.
Lamentaba no tener un pañuelo a mano, y eso que siempre llevaba uno en el bolsillo.
Su nieto decía algo, pero ella no podía escucharlo.
El suelo estaba embarrado, dibujando un día gris a medio camino entre el blanco y negro de las ropas de sus acompañantes.
Tenía que partir, y la sorprendía que tanta gente quisiera despedirse de ella. Los dos últimos años habían sido un infierno entre residencia y hospitales, y el virus no había hecho más que bailar con su soledad.
Cuando era joven la encantaba bailar. Todos los años, a finales de Julio, acudía a la romería donde lo conoció a él, y ahora, tras treinta años de su muerte, volverían a estar juntos.
El silencio de los cuervos
Las ruedas chirriaban. Dentro de poco habría que cambiarlas, ya que el óxido comenzaba a deteriorar su potencia motriz al igual que la vejez había deteriorado a la anciana que intentaba desplazarla.
Aún recordaba los tiempos en que era joven, en que su belleza había cautivado, entre otros, al hombre que acabaría convirtiéndose en su marido. Su cabello rubio caía a ambos lados de su cabeza intentando rozar sus hombros, y sus ojos azules escondían un océano de misterios que aún la quedaban por vivir.
Pero ahora había arrugas y un pelo blanco y cansado que no iba a ninguna parte. Ya no podía bailar, ni viajar, ni nada. La habían dicho por teléfono que había nacido su bisnieto, que se llamaría Pedro, pero su falta de experiencia con las nuevas tecnologías impedía que pudiera ver una foto suya.
Quizá nunca llegara a conocerlo. Quizá antes de que aquel infierno acabara, ella dejaría de existir, sucumbiendo al paso del tiempo, a la lenta maldición de los años, al inexorable destino que aguardaba a las almas de hombres y mujeres.
Y el miedo estaba ahí, creciendo en cada sombra, acechando en cada esquina. La mujer a veces pensaba que estaba comenzando a delirar, a dejarse llevar por el pánico, a permitir a la paranoia apoderarse de su ser mientras la encerraba en una habitación que solamente tenía un televisor y una cama.
Las chicas apenas la tocaban ya más que para cambiarla y con mucho cuidado. Las mascarillas encajaban bien con su ropa laboral, pero dificultaban aún más a la señora el poder diferenciarlas. Ella intentaba entretenerlas con alguna historia de su juventud, o de sus hijas, pero parecía no importarlas.
Ellas no paraban. No podían parar. Cada segundo perdido podría suponer la muerte de un interno en mitad del caos que suponía el nuevo brote de coronavirus en la residencia.
Aquella gente estaba muriendo sola.
Un miércoles cualquiera, la mujer pudo escuchar a las cuidadoras decir que Paquita había fallecido. Era la primera amiga que había hecho al entrar allí cinco años atrás, y ahora se la había negado siquiera el último adiós por el temor al contagio.
Su familia tampoco podría despedirse de ella, ni velarla, aceptando el duelo de los mudos, el silencio de los cuervos que no podían más que graznar por la ausencia de su piel.
A dónde irían a parar las almas perdidas, las rampas hacia la libertad que parecía que nunca iban a construirse.
Ella se negaba a morir en tales condiciones.
Solamente la permitían recibir una llamada a la semana, para minimizar el riesgo de contagio. Toda la semana esperaba esos minutos de placer, eran su motor del cambio, el combustible que necesitaba para mantenerse viva.
Parecía que más que en una residencia se encontraba en un centro penitenciario, ella que había sobrevivido a la guerra, que había criado a sus hijas, que había visto morir a sus hermanos y a su marido.
Lo único que siempre había temido era al olvido, a morir sola, a ser desterrada de una sociedad que ella misma había ayudado a formar.
Y no lo entendía.
Habían pasado ya casi dos meses desde la última vez que había visto a su familia, cuando comenzaron a cerrar todos los centros. Ella no se enteraba muy bien de lo que ocurría, pero la experiencia la decía que era grave y que los telediarios no contaban toda la verdad.
Añoraba las miradas, los besos en la frente, los apretones fuertes en su mano, los pequeños paseos por el jardín; y si miraba más atrás, añoraba ser libre. Aunque respirara, en su interior se sentía como si desde hace mucho tiempo hubiera dejado de hacerlo.
Miró las fotos de la mesita, recuerdos enlatados en papel, fragmentos del tiempo resguardados de su propio paso, del instante fugaz que supone una vida humana.
Al menos estaba en paz consigo misma.
Los resultados no tardaron en llegar. Al otro lado del teléfono, la voz temblorosa de su hija mayor rompió a llorar. El resultado era positivo, y ella, era ignorante de los síntomas, del aliento que se la cortaba, de la tos seca que comenzó a sangrar en su garganta.
Pronto vino la fiebre, y con ella el invierno en plena primavera, cubriendo con su níveo manto los geranios de su jardín. Pero ella ya no podría verlos, pues era otro invierno, el de su propia vida, el que había llegado con antelación.
Siempre tuvo mucho miedo a la muerte, más, ¿cómo iba a temer a la muerte con todo lo que había vivido? El dolor de cabeza pronto se hizo insoportable, y la dosis aumentó.
“¿Dónde están mis hijas?”, repetía entre lágrimas, con la voz ahogada, a los doctores. Y nuevamente solo encontraba el silencio de los cuervos por respuesta, que ahora graznaban órdenes y señales, que ponían bajo cuarentena existencial a sus débiles huesos y la aislaban del aquellos minutos que la permitían vivir.
Con la mirada nublada, intentaron mantener su vida de forma artificial al conectarla a aquella máquina, pero una mujer tan rural, que no entendía de aquellos avances tecnológicos, poco pudo poner de su parte.
No hubo velas en aquel entierro. Nadie acudió al funeral.
El frío de su cuerpo se fundió con el fuego del horno crematorio, reduciendo a cenizas una vida en soledad.
Enhorabuena!!
ResponderEliminarMenuda mezcla de sentimientos.
Entre la tristeza y la melancolía se vislumbra cierta belleza.
A mí los sentimientos tristes siempre me han parecido de los más bonitos, por todas las emociones que encierran. ¡Muchas gracias!
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