Una entre un millón de estrellas - Cuento navideño
Vamos a por el segundo cuento navideño del certamen organizado por Zenda e Iberdrola.
En este otro post (Juan y el Krampus) está el otro cuento que presento y una pequeña narrativa introductoria. Ahora vamos a una temática completamente diferente, en un escrito mucho más breve, pero que creo que no necesita extenderse más. Al fin y al cabo, como indica el concurso, lo importante es que estamos ante #unaNavidaddiferente y de eso tratan los cuentos.
Una entre un millón de estrellas
Había sido un año especialmente
duro y la última nevada amenazaba con cubrir Madrid con su níveo manto. A
Noelia le encantaba la nieve, y recordaba cuando un año antes iba a las afueras
con sus padres a hacer muñecos y guerras de bolas. Desde que había visto
aquella película de animación soñaba con poder llenar el mundo de nieve y
sumirlo en una eterna Navidad. Quizá así ella regresara, pero ahora, estaba
triste.
Tenía ocho años y apenas
entendía nada de lo que pasaba, y mucho menos el por qué los adultos quitaban
los dibujos para poner aburridos programas en que hombres y mujeres elegantes
discutían sobre cosas llamadas “virus” y “política”. Lo único que la importaba era que hacía tiempo
que no veía a su abuela y le habían dicho que tampoco podría estar con ellos en
Nochebuena.
Noelia amaba la forma en que ella
preparaba los mejillones tigre. No le gustaban ni los langostinos ni las
gambas, por mucho que su padre se esforzaba en pelárselos, y ni hablar podía
sobre las nécoras ya que se ponía a llorar del asco. Las rabas se salvaban
cuando los sábados comía un bocadillo de calamares en Plaza Mayor después del parque, pero
los mejillones tigre de su abuela “eran la mejor comida del mundo mundial”,
como ella siempre le decía.
Su profe le había dicho que aquel
jueves tenía que mirar al cielo nocturno, que después de muchos años, al fin
podría verse la Estrella de Belén. Ella sabía que había sido capaz de guiar a
los Reyes Magos muchos años atrás, así que si podía hablar con ella y decirla
aunque fueran cuatro palabras, podría tener suerte. Había sido una niña muy
buena pero únicamente había pedido una cosa a sus Majestades de Oriente, y su
madre, al leer la carta, había roto a llorar: quería que la abuela pudiera
cenar con ellos. ¿Es que acaso ya no les quería? ¿Habría hecho ella algo mal?
Primero lo de tener que ponerse siempre la mascarilla y ahora esto.
Ya era la tarde del veinticuatro
de diciembre y ella no estaba, ¿no podían darla su regalo por adelantado? Por
la noche, cuando rezaba, repetía una y otra vez que se conformaba con eso, que
no quería ningún regalo más el seis de enero pero que aun así dejaría la leche a
los camellos y algo de comer a los Reyes.
Antes de cenar, dio la mano a su
padre y lo acompañó a bajar al perro, un cachorro de la raza Border Collie con
el que el hombre había aparecido tres meses antes dispuesto a sorprender a su
madre. Ella llevaba varias semanas desganada, tirada en la cama, y él decidió
adoptar la compañía que su trabajo le impedía darla. Wolf había sido aceptado
rápidamente en la familia y el hombre solía ser aún el encargado de sacarlo a pasear, ya
que era al que más obedecía.
Nada más salir, sintió el frío.
Iba bien abrigada, con guantes, bufanda, y gorro, aunque una trenza rubia se
escapaba de aquella prisión contra el invierno. Miró al cielo ilusionada y lo
entendió todo.
“Allí, papá. ¿La ves?”
Una estrella brillaba en el cielo
nocturno con más fuerza que las demás. Su padre asintió con la cabeza.
“Allí está la abuela. Ha venido”
– dijo Noelia.
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