Magdalena - Capítulo III
LISTADO DE CAPITULOS
CRÉDITOS DEL CAPÍTULO
Créditos del Prólogo y Capítulo I
Capítulo III – Azul y morado
- ¡Despierta,
despierta! ¿No ves que no para de sonar el móvil?
Alyn había entrado
gritando en la habitación. A Taylor le explotaba la cabeza. “Maldita resaca”,
pensó. Se había quedado hasta tarde con Benjamín y las Rock Damm no perdonaban.
- Ya voy, ya voy.
Tomó el móvil con la
mano derecha dejando caer al suelo el cable del cargador, y abrió con
dificultad los ojos para mirar la pantalla.
- No puede ser – pensó
en voz alta.
- ¿Qué ocurre? – le
dijo su madre. – Me tienes preocupada.
- Creo que voy a tener
que irme.
Siete llamadas perdidas
del coronel Sreader. Aquello no podía significar nada bueno. Pulsó sobre el
contacto y devolvió la llamada.
- ¿Dónde coño estás?
Son las doce y media, cojones. ¡Ven echando ostias y coge tus putas armas!
- Para, para… ¿qué ha
pasado?
- No tenemos tiempo que
perder. Limpia tu puto culo y muévelo hasta Coliseo que ha habido un jodido
atentado. ¡No damos abasto con las víctimas y con los putos terroristas, así
que corre! Han cerrado el metro, pero pilla un taxi hasta Termas que te lo
incluyo en la nómina. ¡Vamos!
Sreader colgó. “Un
atentado”, pensó Taylor. Aquello rompía la poca concentración que le quedaba,
sumiéndolo en la niebla etílica que dificultaba sus movimientos. Se vistió
aprisa y tomó sus armas, guardando ambas pistolas y cargando con el subfusil.
Cuando se dispuso a abandonar su habitación, tuvo que apoyarse en el marco de
la puerta, a punto de vomitar.
- ¿Qué te ocurre, hijo?
¿A dónde vas?
- Ha habido un atentado
en Coliseo, mamá. Me ha llamado el coronel. No me esperes para comer.
La cara de su madre se
tornó pálida, presa del miedo que todas las progenitoras sufren cuando sus
criaturas se enfrentan a la desdicha.
- ¿Un… atentado? ¿Sabes
si ha muerto mucha gente? ¿Cómo está aquello? Dios mío, hijo… ten mucho cuidado.
- Mamá, ya. No tengo
tiempo ahora para responderte, estoy trabajando.
Taylor sufrió una
arcada, pero se contuvo.
- Mírate, si estás
hecho un asco, ¿a dónde vas así? Espera al menos a que te prepare un sándwich.
- Déjalo, me llevo una
manzana.
El chaval cogió la
pieza de fruta y bajó corriendo las escaleras mientras se la comía, olvidando cerrar
la puerta y dejando a Alyn asomada a la misma. Esperaba que no le sentara mal
al estómago, pero la necesitaba. Con la mano levantada, detuvo a un taxi en Paiden
Lark.
- ¿Dónde te llevo,
soldado?
Taylor llevaba el
uniforme completo de trabajo. “No puedo ni disfrutar de mi primer permiso en
dos años”, lamentó.
- A la calle Termas,
cerca del cruce con Coliseo. No hagas preguntas, que ya sé cómo sois los taxistas
y no tengo la cabeza para conversaciones estúpidas.
El taxista arqueó las
cejas y levantó los hombros.
- Está bien.
Radiotaxi estaba
sintonizada, informando en voz alta sobre el atentado. “El recuento de bajas
asciende a treinta y siete víctimas”, “se ha paralizado el tráfico en toda la
zona circundante a Coliseo”, “continúan los tiroteos en las inmediaciones de la
Academia Formativa, dos terroristas ya han sido abatidos”.
Allí tenía que ir, a la
Academia Formativa. Por la hora que era, y si era cierto lo que Benjamín le
había dicho, Magdalena podría estar en peligro.
“Bueno, eso será si no
sigue en casa enferma”. Aquello le había molestado aunque intentara negárselo a
sí mismo.
Había mucha gente en la
calle, protestando, mirando la humareda que se perdía entre las nubes. El taxi
tuvo que dar varias vueltas mientras su conductor mantenía un incómodo silencio
impuesto por el pasajero. El auto estaba sucio, las alfombrillas polvorientas y
llenas de piedrecitas, los asientos rotos por varias partes y el volante roído.
A Taylor no le importaba, únicamente quería llegar.
Al entrar en la zona
rica de la ciudad se sorprendió. No era la primera vez que abandonaba la
Colmena para ir allí pero no estaba exactamente tal y como lo recordaba.
“Los ricos cada vez son
más ricos, y eso que estos no son los barrios de la élite”, pensó.
Las largas calles
estaban abarrotadas de vehículos de buena calidad, tiendas de artículos de lujo
y restaurantes de todo tipo donde seguramente servían poca cantidad de comida a
un precio desorbitado. Los portales tenían grandes portones de madera cuyo
acceso se guardaba con pomos dorados y la iconografía de las familias que allí
residían. Hasta los edificios residenciales tenían grandes ventanales y
terrazas descubiertas donde, a diferencia de en los barrios pobres y más
contaminados, nacían artificialmente las plantas que aquellos hombres y mujeres
se esforzaban por mantener para su disfrute personal.
Entre ellas estaban las
grandes estatuas que amenazaban con cobrar vida y proteger la ciudad,
guardianes silenciosos de cuerpos hercúleos y perfectas siluetas femeninas que
emanaban sensualidad. A veces había oficinas en las primeras plantas, y otras
era el edificio entero el que estaba reservado a tal uso. Parecía que vivían en
ciudades diferentes a pesar de encontrarse a pocos kilómetros de distancia, por
eso la llamaban la Piquera.
Tras detenerse en un
paso de peatones y lograr contener el vómito durante todo el camino, la calle
que debían cruzar estaba bloqueada por militares.
- Déjame ahí, donde el
Macburguer de la esquina – indicó al conductor.
- ¿Sabes llegar a
Coliseo, no? Si te dejan tus colegas, únicamente debes de cruzar el Parque de
Annunon que es donde van los estudiantes a fumarse sus canutos y estarás junto
a la estación de metro y la Academia Formativa.
- Muchas gracias.
Quédese el cambio.
Nuevamente había
perdido un par de liras pagando al taxista, pero bajó a prisa, sin empuñar
ninguna de sus armas para que los demás militares no lo confundieran con el
enemigo.
- ¡Alto, deténgase! –
le gritó uno de los hombres.
Había un cordón de
soldados cerrando el acceso con vallas metálicas y un trío de hombres se
encontraba junto a una pequeña zona descubierta. La gente que necesitaba
acceder a esa zona de la ciudad por motivos familiares o económicos se
amontonaba alrededor, pero no se atrevían a intentarlo pues vivían demasiado
bien como para meterse en problemas.
- Taylor Longshallow,
infantería – dijo.
Desde que comenzó a
tener uso de razón odió aquel apellido. “¿Por qué tengo que llamarme así
únicamente porque mi padre se llame Garret Longshallow?”, repetía a su madre
cuando éste se había ido. “Porque él te quería y creía en las viejas
costumbres, igual que tu abuelo en su momento”, le decía su madre. “Pero yo
quiero apellidarme Gingercloth como tú.
- Tarjeta de
identificación – le solicitó el militar ya más calmado.
El chico temió haberla
olvidado con las prisas, pero por suerte, siempre llevaba un duplicado en el
chaleco, así que se la entregó y el hombre la escaneó, pudiendo leer toda la información
en la base de datos.
- Vaya, lamento que tu
permiso se haya interrumpido así. ¿Qué mando ha solicitado tu presencia? Con
este lío no habrá tenido tiempo de notificarlo.
- El coronel Sreader.
Me dijo que viniera “echando ostias”, literalmente.
- Sreader, Sreader… se
encuentra junto a la Academia Formativa, combatiendo a esos terroristas.
- ¿Cuál es la situación
actualmente?
- Esos hijos de puta
han detonado primero una buena carga en Golden and Shining, de las que usan en
las cuencas mineras, y luego un par de ellas más en los túneles del metro y en
varios comercios, entre ellos una farmacia. Luego han aparecido tres camiones
destartalados con más tipejos de esos y se han puesto a recorrer las calles
disparando a diestro y siniestro a los paisanos.
- ¿Y de los estudiantes
sabes algo?
- Nada, la cifra de
fallecidos no hace más que crecer pero no hemos escuchado nada más todavía. ¿Y
sabes quienes pagan esto, no? Los civiles y los putos soldados, como tú y como
yo.
Fabio Salcedo ponía en
su placa. Pertenecía a los cuerpos afincados en Cadmillon, un apoyo a la
policía para contener a los rebeldes de la Colmena. En el ejército solían
bromear sobre ellos ya que nunca estaban en primera línea, comodones solían
llamarlos, pero cuando pasaban cosas así o aparecía la Bruma eran los que más
riegos corrían.
- Bueno, creo que tengo
que ir junto a mi coronel – dijo Taylor intentando cortar su verborrea.
- ¿No te ha dado más
indicaciones?
- Únicamente que me
reuniera con él, así que aquí estoy.
- Un momento.
Salcedo llamó a otro de
los chicos que controlaban el puesto y habló con él en voz baja, intentando que
Taylor no pudiera escuchar lo que decían. Después regresó.
- Mi compañero me va a
relevar, así que nos vamos. Yo te acompañaré.
- ¿Me acompañarás?
- Estamos en el nivel
de alerta cuatro, ningún soldado realiza ninguna misión solo salvo los
especialistas. Es mi responsabilidad acompañarte.
- Está bien.
Salcedo tomó su arma,
un Karabiner 87. El fusil tenía una pegatina de una mujer en lencería justo en
la culata del arma. Taylor hizo lo propio y tomó su subfusil.
- Mejor estar
preparados – le dijo el otro militar.
Ambos hombres se
adentraron en el Parque de Annunon. La entrada estaba empedrada, pero los
frondosos jardines estaban cubiertos por césped y arbustos, con algún solitario
árbol en las zonas en que el riego artificial era más abundante. Apenas se
escuchaba el ruido de las aves y se respiraba el olor a quemado y a químicos
que habían dejado las bombas al detonar.
Los dos soldados
avanzaron raudos pero sin bajar la guardia, con Salcedo a la cabeza. Aunque
Taylor no quisiera reconocerlo, lo agradecía, ya que por sí mismo no se
encontraba en condiciones de llevar a cabo la misión: aunque estaba algo más
despierto, sentía casi como si su cerebro estuviera en llamas y toda su cabeza
intentara escapar de él, matándolo de dolor. Hacía tiempo que no bebía tanto,
pero tampoco tenía motivos para celebrar nada.
Pronto llegaron a la
zona interior del parque, donde había un pequeño estanque artificial, y a su
alrededor, árboles de coníferas. En el agua podían verse patos y ocas, aunque
estaban bastante agitados, seguramente por el estruendo que habían escuchado
horas antes.
- ¿Has pasado mucho
tiempo fuera? – le preguntó Fabio para romper el hielo. Era un hombre moreno,
algo mayor que él pero no mucho, delgado, de tez tostada por el sol y pelo
corto peinado hacia atrás.
“Otro imbécil al que le
apetece conversar”, pensó Taylor.
- Un par de años, desde
que me apunté.
- Así que era tu primer
permiso.
- Sí.
- ¿Y por qué decidiste
quedarte las armas? Quiero decir, las dejas en tu base, apagas el teléfono, y a
vivir. Ahora estarías tranquilamente en tu casita.
- Me hacen sentir
seguro, y más con todo esto de la Bruma.
- Ah, la puta Bruma…
aquí estamos ya un poco hartos de ella. Cada par de semanas, ¡pum! Todas las
alarmas sonando y nosotros corriendo a ver qué ha pasado, para ver lo de
siempre, ya sabes, cadáveres desmembrados, cuerpos descuartizados… uno se
acostumbra, pero no es bonito.
- Ya, supongo que aquí
en la ciudad es diferente.
- ¿En tu base no? ¿De
cuál vienes?
- Campamento Río Negro.
- Río Negro, al este.
Buen destino por lo que he oído, dicen que solo van los mejores.
- Eso dicen, pero
también hay una panda de gilipollas…
- ¿Y por qué te uniste
al ejército, se si puede saber?
Los dos soldados
rodearon el estanque, dejando tras de sí la zona central del parque.
- Eso es algo que llevo
preguntándome estos dos años – dijo Taylor con tono bromista. – Supongo que
para huir de todo esto, en la Colmena están muy mal las cosas.
En el fondo, el chico
sabía que había algo más, un motivo oculto, pero no quería revelárselo a
alguien que acababa de conocer.
- Vamos, lo normal.
Nosotros peleamos y ellos viven bien, nada nuevo bajo el sol.
Pronto vieron otros
soldados y mucha policía patrullando cerca de la salida del parque. El sonido
de las ambulancias y de los camiones de bomberos no cesaba, y aquel lugar, a pesar
de encontrarse en la Piquera, parecía un infierno.
- Soldados Fabián
Salcedo y Taylor Longshallow – dijo su compañero al acercarse a la patrulla.
Una mujer tomó sus
tarjetas de identificación y las validó.
- La cosa está jodida
aquí. Tenemos a esos hijos de puta acorralados en la Academia Formativa, pero
han tomado rehenes. Ya nos hemos cargado a los que estaban en un par de camiones
pero quedan cuatro bastardos ahí dentro – dijo ella.
Taylor estaba muy
preocupado y no podía pensar con claridad. Únicamente le venía a la cabeza la
idea de que a su amiga podía haberla pasado algo.
La radio que llevaba la
mujer sonó.
- Unidades de la 34 a
la 37, acompañen a la guardia urbana a la estación de metro de Termas. No
permitan la entrada a ningún civil y sigan las órdenes de sus superiores sin
rechistar – dijo la voz.
El muchacho se suponía
lo que podía significar aquello. Ya había visto antes las medidas que el
Gobierno Central tomaba y él no estaba muy de acuerdo con ellas. Por suerte,
esta vez no era a él al que le tocaba ejecutarlas.
- Ya habéis oído, nos
vamos – dijo ella. – Tened cuidado.
Era una desconocida,
pero Salcedo no la quitaba ojo, devorándola con la mirada. Tenía la cabeza
rapada y una boina sobre ella, pero su cuerpo era fibroso y bien proporcionado,
con unos grandes labios claros rompiendo la monocromía de su piel negra.
- Bueno, sigamos – dijo
Taylor haciéndolo reaccionar.
El otro hombre asintió.
Cuando se acercaron a
la Academia Formativa, Taylor comenzó a dar un rodeo, intentando evitar todo el
perímetro militar que intentaba negociar, altavoz en mano, con los
secuestradores.
- ¿Se puede saber qué
coño haces? – le dijo su compañero.
- Salvar la vida de
esos estudiantes.
- No, no, no… detente.
Nos colgarán por esto. Tu puto coronel está allí, en el perímetro, y es donde
tenemos que ir. ¡Deja esto para los cuerpos especiales!
Taylor hizo caso omiso
y continuó andando, intentando buscar algo.
- ¡Te estoy hablando,
joder! – gritó Salcedo.
- No me interesa lo que
dices. Si tantas ganas tienes de comérsela a mi coronel, ve tú con él.
- ¡Serás imbécil!
Salcedo apuntó con su
fusil al muchacho, que ni se inmutó. Encontró una entrada a las alcantarillas y
se agachó, intentando forzarla para entrar. Su compañero se acercó y le puso el
cañón del arma en la espalda.
- ¡Para ya! Si vamos
donde tenemos que ir ahora mismo, no diré nada de esto a tu superior.
- Si hubieras querido
dispararme ya lo hubieras hecho, así que deja de hacer el ridículo y ayúdame
con esto. ¿No quieres ser un héroe? Pues vamos a evitar más muertes inútiles y
así te darán tu medallita.
Salcedo dudó y bajó el
arma.
- Tienes pelotas, pero
también tienes razón. Si no puedo matarte entonces tendré que ayudarte, pero
únicamente quiero que sepas que, si fracasamos, prefiero que nos maten ellos a
que lo hagan los nuestros.
Taylor sonrió y entre
los dos consiguieron quitar la tapa de alcantarilla. Dentro estaba todo oscuro,
pero Salcedo tenía una linterna conectada a su arma.
- Las damas primero –
le dijo Taylor.
De mala gana, el hombre
del fusil accedió, bajando por la escalerilla metálica. Estaba húmeda y
oxidada, pero resistía. Su compañero bajó tras de sí y guardó su subfusil,
tomando una pistola en cada mano, armas mucho más manejables en aquel espacio.
La linterna iluminó a
ambos lados del corredor, pero lo único que alumbró era agua residual corriendo
por un estrecho canal central. A lo lejos se escuchaba corretear a las ratas.
- Bueno, genio, ¿y
ahora hacia dónde vamos?
“Buena pregunta”, pensó
Taylor. Siempre había sido bueno orientándose, así que pensando en la
distribución exterior, intentó trazar una ruta mental.
- Hacia delante y a la
izquierda – afirmó con seguridad.
- Que así sea.
Los dos hombres
avanzaron con cuidado, llegando a un cruce de caminos en el cual tomaron el
camino izquierdo tal y como el chico había indicado. Anduvieron durante varios
minutos por aquel lugar oscuro y siniestro donde el hedor a aguas residuales
amenazaba con asfixiarlos.
Finalmente, unas
escalerillas. Taylor miró satisfecho a su compañero, pero aún tenía que
comprobar que dieran a la Academia Formativa.
- Esta vez, ve tu
primero – le dijo Salcedo.
Taylor asintió y
comenzó a subir, llegando frente a una trampilla que no le costó abrir moviendo
una pequeña palanca. Sobre él se encontraba la cocina del comedor, así que se
adentró en ella con cuidado. No había nadie más.
Salcedo esperó a que su
camarada accediera al interior del edificio y se dispuso a hacer lo mismo, pero
cuando iba a apagar la luz de la linterna, vio dos ojos rojos que lo miraban
desde la oscuridad, brillando muy fuerte. El hombre se asustó, y tras dudar
unos instantes, apuntó con su arma, iluminando el lugar.
No había nada ni nadie.
Suspiró y subió por la
escalerilla para acceder también a la cocina.
- Oye, ¿ha pasado algo?
Me parecía haber oído un movimiento brusco.
- Nada, no te
preocupes. Creí haber visto algo, un par de ojos… pero ya sabes, serán
imaginaciones mías. Con tanto estrés…
Los dos chicos
recorrieron la cocina con cautela, pero no encontraron nada que pudiera
ayudarlos. Tampoco había nadie en el comedor pero aun así se cubrían,
intentando evitar tanto ser descubiertos como confundidos por algún
francotirador de su bando.
Una de las salidas daba
al pasillo principal, donde se reunían los estudiantes después de clase, y la
otra al cuarto de basuras. Apoyaron sus oídos contra ellas pero no escucharon
ningún ruido al otro lado.
- Si no los tienen
aquí, seguramente estén en el Salón de Actos. Es el mejor lugar para tenerlos
controlados – dijo Salcedo.
Taylor cogió un
cuchillo de filetear y se lo guardó.
- ¿Para qué haces eso?
- Por si tenemos que
mantener el silencio. Una puñalada en el lugar correcto, y esos putos terroristas
morirán sin hacer ningún ruido.
- Bien pensado – dijo
su compañero, cogiendo para sí un cuchillo de trinchar.
Abrieron con cautela la
puerta que daba al pasillo principal y pudieron comprobar cómo, efectivamente,
allí no había nadie, pero sin embargo el suelo estaba lleno de todo aquello que
los estudiantes habían abandonado al ser llevados por los secuestradores:
paraguas, mochilas, bolsos…
Al final del pasillo
había una gran puerta doble que daba al Salón de Actos, y a mano derecha, una
escalera de piedra que permitía acceder a los asientos superiores.
- Si esos cabrones
están ahí dentro, tendrán bien vigilada la entrada – dijo el del fusil.
- Sí, un ataque frontal
es un suicidio y una estupidez.
- ¿Y qué propones?
- ¿Qué alcance tiene tu
fusil?
- Unos quinientos
metros, más o menos, ¿por?
- Si logras tomar
posición en un lugar elevado, igual puedes cargártelos desde ahí.
- ¿Subiendo las
escaleras, dices? Sí, claro, pero lo tendrán súper vigilado.
Un disparo los hizo
girarse rápidamente hacia la puerta del Salón de Actos. Había sido en el
interior, pero tras el ruido, comenzaron a escucharse gritos y lloros. Los dos
soldados se acercaron agazapados para intentar escuchar, pero una nueva ráfaga
provocó el silencio.
- ¡Ya está bien! Si
vuestro puto gobierno no quiere pagar vuestro rescate, cada diez minutos uno va
a recibir una bala en el cráneo, ¿está claro?
Nadie respondió.
- ¡He preguntado que si
está claro!
Se produjo un murmullo
generalizado. La voz que gritaba era ronca, de hombre adulto.
- He tenido una idea –
dijo Taylor. – Vamos a tener que dividirnos.
El otro soldado lo
miró, curioso.
- Tú vas a subir ahí
arriba, a la planta superior, y vas a esperar mi señal. Voy a prender fuego en la
cocina para activar la alarma de incendios, a ver si alguno de esos cabrones
decide salir a ver qué pasa, y cuando lo haga, nos lo cargamos y le quitamos la
ropa.
- Es una estupidez.
- ¿Se te ocurre algo
mejor?
- No.
Taylor volvió a la
cocina y dejó el gas abierto. Tomó su mechero, al que tenía bastante cariño por
haberlo ganado en un concurso de pulsos entre reclutas en Río Negro, y lo
arrojó desde lejos. Por suerte le quedaba otro.
La llamarada pronto
amenazó con llegar al techo, y todo el sistema de alarma anti incendios provocó
un gran estruendo en el edificio acompañado por el agua que caía intentando
apagar las llamas, pero el muchacho había sido precavido. Había vaciado todo el
aceite provocando un camino hacia el cuarto de basuras y se había cubierto con
un pañuelo. El incendio no se podría contener fácilmente, y tras ver cómo se
extendía, entendió que lo más sabio habría sido haber ido junto a Sreader.
La puerta del Salón de
Actos se abrió y un hombre salió por ella, perjurando, cerrándola a su paso. Su
ropa estaba empapada y no hacía más que acumular humedad mientras el agua
seguía cayendo. Tras ver el humo que salía de la cocina, tomó un extintor del
pasillo y se dirigió allí. Era un militar. Salcedo lo apuntó con su fúsil, pero
cuando estaba a punto de disparar, se detuvo. Si lo hacía descubriría su posición:
todo estaba en manos de Taylor.
El hombre cruzó el
umbral del comedor con paso firme y decidido, sin portar ningún arma más que el
extintor. Taylor lo esperaba únicamente armado con su cuchillo tras la puerta,
así que tras ver al hombre, se abalanzó sobre él. Iban vestidos exactamente
igual, pero el color de las ropas del terrorista era azul y morado en vez de
enfundarse en una gama de tonos verdosos.
El cuchillo atravesó su
piel cerca del cuello, pero no lo suficientemente bien como para matarlo en el
acto. Instintivamente, el hombre realizó un arco con el extintor que golpeó a
Taylor en la cara, haciéndolo retroceder dos pasos y caer. Quejándose de dolor,
se llevó la mano a la herida y la miró: estaba llena de sangre. Agarró el
cuchillo y se dirigió a Taylor, que yacía en el suelo, intentando reincorporarse.
Iba a empalarlo, pero tras un disparo en el pecho se detuvo y dejó caer el filo
doméstico, para después recibir un segundo impacto de bala que acabara con él.
El chico se reincorporó
y recuperó su cuchillo. Dudó sobre si apagar el fuego con el extintor pero ya
era demasiado tarde, estaba demasiado extendido. Sería trabajo para los
bomberos.
El ruido del disparo
había alertado a Salcedo, que pensó que era la señal que estaba esperando.
Abrió la puerta y encontró frente a él a otro hombre armado, al que disparó sin
dudar, volándole los sesos. Era otro militar vestido de azul y morado.
Los dos restantes
comenzaron a gritar y a devolverle los disparos, así que se agachó rápidamente
para ponerse a cubierto. Llevaban ametralladoras ligeras y los asientos que lo
protegían comenzaron a ser reducidos a astillas mientras él gateaba. Había
cometido un error que podía pagar con su vida.
Taylor escuchó los
disparos y corrió hacia el Salón de Actos. Le dolía el impacto, había hecho que
sangrara por la nariz y unido a la resaca no hacía de él el héroe que la
ocasión necesitaba, pero sí el único que había disponible. Abrió la puerta
principal y liberó una ráfaga de proyectiles con su subfusil en dirección a los
dos terroristas, que se refugiaron detrás de una larga mesa de madera. Tras
ellos estaban sentados los estudiantes, gritando y llorando.
Aquel respiro permitió
a Salcedo levantarse y evaluar la situación: mientras sus dos enemigos se
encontraran a cubierto no podría disparar y Taylor tampoco podía arriesgarse a
herir a los civiles. El silbido de una bala hizo que volviera a agacharse, ya
que aquellos cabrones seguían devolviéndoles el plomo. Intentó fijarse en su
camarada pero no tenía visión a la puerta principal desde allí.
El otro muchacho
intentó rodear el salón para llegar a las escaleras laterales, buscando un
ángulo de tiro que no pusiera en peligro a los estudiantes. El humo comenzó a
inundar la estancia mientras el agua no dejaba de caer. Era probable que el incendio
estuviera descontrolándose, si es que alguna vez no lo había estado.
Pronto Salcedo lo tuvo
a tiro. Contuvo la respiración un segundo y disparó, impactándolo en el hombro.
El terrorista dejó caer su arma y se tiró por el suelo, retorciéndose de dolor.
Los estudiantes, en un acto de valentía, se lanzaron sobre sus dos captores por
la retaguardia, reduciéndolos. Serían unos veinte civiles entre los que por la
edad habría un par de profesores, el resto del centro habría sido desalojado a
tiempo. Taylor aprovechó y corrió hacia la escena pero poco tuvo que hacer pues
la marabunta había acabado con la vida de los dos hombres.
“¿Serán rebeldes, o
pertenecerán a alguna otra nación?” fue lo único que pudo pensar al ver las
ropas de los caídos.
- ¡Salid todos de aquí,
ostia! ¡Esto está que arde! – gritó Salcedo desde la planta superior.
Taylor espabiló y
empujó a los estudiantes a abandonar el Salón de Actos, reuniéndose fuera con
su compañero. El pasillo estaba en llamas y únicamente podían intentar cruzar
las puertas ubicadas a la derecha y a la izquierda de la suya.
- Por aquí – dijo uno
de los profesores mientras señalaba a la izquierda.
La puerta conducía a un
pequeño pasillo y todos la atravesaron corriendo detrás del hombre, que tenía
una barba corta y una pequeña coleta repleta de canas. Tras cruzar un par de
estancias, llegaron frente una de las dos puertas laterales. Finalmente, la luz
del sol. Estaban empapados pero a salvo.
Salcedo agarró del
hombro a su compañero y sonrió. Ambos estaban hechos un asco entre las cloacas,
el humo y el agua, pero estaban vivos. Al acercarse al perímetro militar, los
médicos corrieron en auxilio de los civiles y los bomberos se desplegaron para
apagar el fuego.
- Los dos, tenéis cinco
minutos para tomar el aire y reuniros conmigo justo aquí para explicarme qué ha
pasado – les dijo el coronel Sreader al acercarse.
Ningún otro militar o
policía se arrimó a ellos. De lo que dijeran ahora, o más bien, de cómo lo
hicieran, dependería su futuro en el ejército. Estaba nervioso pero a la vez
convencido de haber hecho lo correcto.
Mientras esperaba sonó
su teléfono. Era un número que no tenía guardado.
- ¿Dónde está
Magdalena? ¿Cómo está mi hija? – dijo una voz masculina al otro lado de la
línea.
No había duda sobre
quién era.
- No… no lo sé.
Ella no estaba entre
los alumnos que había rescatado.
- ¿Cómo que no sabes?
Tú eres militar, joder, estás ahí.
- Relájese, ella igual
no ha venido hoy.
- Tenía que estar por
ahí, tenía clase. Siempre coge la línea de metro esa que pasa primero por
Termas.
“Primero por Termas”,
pensó.
- Tengo que dejarle –
dijo Taylor, y colgó.
Estaba profundamente
preocupado. Sreader se dirigió hacia él dispuesto a pedirle explicaciones, pero
antes de que pudiera formular pregunta alguna, fue el chico el que lo hizo.
- ¿Qué habéis hecho en
la estación de Termas? – inquirió a su superior.
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