Magdalena - Capítulo II
Bienvenidos una semana más a una nueva entrega de la novela Magdalena. Después de todos los interrogantes que nos dejó su inicio, y las preguntas que me han llegado por correo... ¿creéis que va a mejorar la cosa?
Ahora veremos, pero antes de nada os dejo con el listado de capítulos y créditos para que no os perdáis nada, ¡aunque para eso podéis suscribiros en el botón superior!
LISTADO DE CAPÍTULOS
LISTADO DE CRÉDITOS
Créditos del Prólogo y Capítulo I
Capítulo II – Doble-W
No podía hacer mucho
ruido, había poca gente en aquella biblioteca pero tampoco quería levantar
sospechas.
Se tapó la boca con la
mano para no toser. Los libros estaban polvorientos y cada día iba a peor ya
que los disturbios habían roto varios cristales.
Aquella sección no
estaba prohibida pero casi. La última vez que tomó prestados dos libros ni se
lo dijo a la librera para evitar malas miradas, y menos mal, ya que ahora no
podía devolverlos.
No encontró ninguna
copia. No había más ejemplares. Buscó por Badgdylon y por los Antiguos
Caminantes pero no halló nada. Se colocó la trenza y abandonó el pasillo.
Tenía que tomar
precauciones. Nada de llevar su rizado pelo suelto ni ropa parecida a la de la
otra noche. Tenía miedo, mucho miedo, pero no podía recurrir a nadie.
Pasó frente a la librera
y se colocó las gafas de sol negras como el carbón y un pequeño gorro de lana.
Ella ni la miró, absorta entre los papeles que tenía frente a su ordenador,
quizá evadiendo el tiempo que el estado la obligaba a pasar cumpliendo con sus
labores.
La lectura había pasado
de moda en Cadmillon y con ella los días de gloria de la señora Benfren, que
ahora se resignaba a dejarse pudrir igual que las polvorientas páginas de los
tomos que custodiaba. Antes de la Bruma aquella biblioteca aún guardaba frescos
dibujados en la sección infantil y los padres acompañaban a los pequeños a los
cuentacuentos. En ocasiones, incluso algún escritor de poco renombre del país
presentaba allí sus obras, pero los más famosos únicamente visitaban los
barrios ricos de la Piquera. La aristocracia tenía ciertos privilegios que se
les negaban a los más pobres, o mejor dicho, modestos, aunque por suerte no
vivían en una dictadura.
La madera crujió cuando
bajaba las escaleras. Los últimos presupuestos aprobados por el Gobierno
Central prometían financiar las reformas de varios edificios públicos, entre
ellos aquella biblioteca de la Décima Avenida.
Un hombre descendió
detrás de ella. Rondaría los treinta y vestía un jersey de lana blanco, aunque
seguramente era tela sintética. Ella se puso nerviosa y aceleró el paso,
saliendo del edificio y torciendo a la derecha. Sacó su móvil del bolsillo y
activó la cámara frontal para ver si el hombre la seguía, pero él tomó el
camino de la izquierda.
Su corazón latía con
fuerza pero no por amor, no en aquel momento. Se sentía indefensa.
La brisa amenazó con
alzar el vuelo de su falda. Nada de vaqueros en una temporada. Falda larga y
amarilla y una camisa blanca con una cazadora encima. No tenía mucha ropa en
casa, pero cada día tenía que intentar cambiar o teñírsela ella misma.
Aceleró el paso.
Llegaba tarde a la Academia Formativa. La habían concedido una beca para
estudiar Administración y pasar a formar parte del sistema. No podía negarse a
ello y tampoco descuidar los estudios únicamente por sus problemas personales.
Clark la esperaba en la
puerta de la estación de metro.
- Buenos días señorita.
¿Qué tal estás hoy?
El hombre se acercó y
la dio un beso en los labios. Tenía veinte años y el pelo moreno peinado a lo casco,
metro ochenta, ojos claros y espaldas anchas. Era la imagen perfecta de un
deportista de la Colmena, capitán del equipo de Rugby de los Corn Eagles.
Ella apenas reaccionó
al beso.
- Buenos días. Un poco
agobiada, pero bien. No me avisaste de que venías a verme…
- Llevas unos días
rara, ¡así que quería sorprenderte!
El deportista sacó una
flor que tenía oculta en su espalda y se la dio. Era un lirio amarillo.
- Es… ¡una flor! Dios
mío, Clark… ¿cómo la has conseguido?
- Uno tiene sus
contactos, y ya sabes lo que dicen, una flor para otra flor.
Magdalena sonrió
instintivamente al pos de unas mejillas que ligeramente se tornaban carmín.
Ella odiaba los piropos cutres, pero Clark era un maestro de la cortesía urbana
y en ciertos momentos incluso conseguía alegrarla.
Tomó la flor y se la
puso en el pelo.
- Así estás perfecta y
va a juego con tu falda.
Esta vez fue la chica
la que lo besó.
- Muchas gracias, de
verdad. Tengo que irme ya o llegaré tarde.
- Claro, sí. No dudes
en avisarme esta tarde si te apetece dar una vuelta o algo.
- Vale. No creo que
pueda porque tengo mucho trabajo acumulado, pero te llamaré si puedo.
- Por cierto, he oído
algo que creo que te puede interesar.
- ¿Es breve? No tengo
mucho tiempo.
- Sí, sí. Dicen por el
barrio que han visto por ahí a Taylor, tu amigo. Ya sabes que a mí no me va
demasiado, pero igual te apetece verlo.
Ella ya lo sabía. Su
padre se lo había dicho pero no estaba preparada para verlo. No todavía.
- Ah, muchas gracias. Ya
iré viendo, que como te digo tengo mucho que hacer. ¡Luego te escribo!
Ella lo volvió a besar
y se perdió en la estación subterránea. Validó su billete y se sentó a esperar.
Siempre había gente rara en el metro. Tres minutos para el próximo tren.
A veces la gustaba
imaginarse cómo serían sus vidas, a dónde irían y de dónde venían. Había una
mujer esperando próxima a ella, bajita, con el pelo cubierto por un pañuelo y a
cuya mano derecha se aferraba la de un niño de apenas diez años de pelo corto y
negro que no hacía más que repetir que tenía hambre.
¿Podrían ser refugiados
recién llegados a la ciudad? ¿Un niño de una familia rica acompañado por su
cuidadora? ¿Un pequeño demonio infantil? Igual únicamente volvían a casa del
colegio porque se sentía enfermo.
Nunca lo sabría, y la
parecía más interesante divagar sobre la mujer. ¿Estaría casada o viuda? ¿Sería
suyo el niño? ¿A qué se dedicaba? En el metro nunca sabes quién pasa al lado
tuyo, quizá dos vagones más a la izquierda se encuentre un potencial genocida y
en el siguiente vagón una científica capaz de curar una virulenta enfermedad.
Para ella, era la
lotería de la vida.
Mientras divagaba llegó
su tren. Estaba abarrotado, así que puso su bolso delante y se agarró a una de
las barras superiores, incapaz de encontrar asiento. Serían cuatro paradas
antes de tomar la línea tres hacia Coliseo.
A ella la fascinaban
los edificios del casco antiguo de la Piquera. Todos tenían un gran valor
histórico pero habían sido rehabilitados, obteniendo una segunda vida en la
cual servir al pueblo de Cadmillon. El Coliseo era un perfecto ejemplo, ya que
de enfrentar a hombres y bestias había pasado a albergar a decenas de estudiantes
cuyo fin era servir al estado, y sin embargo, no había perdido su toque mágico,
su ambiente de leyenda gracias al cual los más astutos aún rumoreaban que en los
túneles bajo el edificio vivían aún las grandes bestias que antes se batían
allí.
Ella no lo creía. Los
monstruos únicamente vivían más allá de los muros, en los bosques y en las
montañas, acechando a aquellos desdichados que no podían costearse una chabola
en la Colmena.
Entre empujones se apeó
y recorrió la siguiente estación en busca de su último tren. Allí se sentía
segura, sin ningún miedo a que alguien la pudiera seguir, ya que de lo
contrario se volvería loca entre el aluvión de personas que abandonaban el tren
junto a ella.
En la línea tres había
muchas menos personas esperando. La gente de la Piquera generalmente se movía
en coche o andando ya que no necesitaba del metro para ir a la Colmena.
Directamente, no iban.
Eran dos paradas y el
tren iba casi vacío.
Se sentó y se puso los
cascos, sin ninguna música sonando a través de ellos, únicamente actuando como
distracción ante aquellos que osaran intentar hablarla.
El tren se detuvo tras
la primera parada, antes de llegar a su destino, en medio de la oscuridad de
los kilométricos túneles subterráneos. Tal vez únicamente se tratara de una
inspección rutinaria o de una vía cortada en espera de que la circulara otro
tren.
O tal vez no.
- Señores pasajeros,
les informamos de que un atentado ha tenido lugar en alrededores de la estación
de Coliseo. Les rogamos paciencia, en cuanto sea posible continuar con el
recorrido, lo haremos. Muchas gracias por su comprensión.
Magdalena comenzó a
ponerse nerviosa. El aviso por megafonía había alterado mucho a la mayoría de
pasajeros. Los hombres intentaban llamar por teléfono pero no había cobertura,
y las madres calmaban a sus hijos. Quizá era al revés y eran las mujeres las
que intentaban llamar por teléfono y los padres los que calmaban a sus hijos.
No lo sabía y no la importaba, pues nuevamente, el corazón la latía demasiado
rápido.
Pasaron diez minutos.
- ¿Cuánto tiempo vais a
querer tenernos aquí encerrados, joder?
Era una mujer adulta,
de entre treinta y cinco y cuarenta años, la que gritaba esta vez quejándose
por las condiciones en que la tenían. Lo hacía en dirección a las cámaras de
seguridad pero no obtenía respuesta.
- Cálmese, señora, que
es por nuestro bien – la dijo otro pasajero, protegido por un abrigo negro.
- ¿Por nuestro bien?
¡Mi marido trabaja en Golden and Shining! ¡Sólo quiero saber si está a salvo!
- Por más que te
preocupes, él va a estar igual, vivo o muerto, herido o sano, así que relájate
– respondió el hombre mientras se encendía un cigarrillo.
- ¿Quieres decir que no
merece la pena que me preocupe? ¡Esa puta tienda está a cincuenta metros de la
estación! Y encima enciendes un asqueroso cigarro aquí dentro.
La mujer se acercó de
forma violenta al hombre, dispuesta a arrancarle el cigarrillo de su boca.
- Yo no haría eso –
dijo él.
La mujer no se detuvo,
pero antes de alcanzar su destino, el cañón de una Beretta 92 F la persuadió de
hacerlo. Una gota de frío sudor recorrió su nuca mientras el resto de pasajeros
contuvieron el aliento.
- Ya te he dicho que yo
no haría eso – repitió el hombre. – Ahora siéntate y deja de dar por culo –
dijo mientras él se levantaba, dejando su asiento libre a la aterrada mujer.
Tenía el pelo canoso
peinado hacia atrás, seguramente con gomina. Además del abrigo negro llevaba
una camisa blanca y un pantalón de pana marrón.
- Ahora vamos a
calmarnos todos y a esperar – dijo ante la atónita mirada de los presentes.
“¿Y si está aquí por
mí?”, pensó Magdalena.
Estaba muy nerviosa,
casi paranoica. Sabía que la perseguían por lo de la otra noche, y que desde
hacía tiempo llevaban siguiendo la pista a los que eran como ella. Si aquel
hombre era un detective del Gobierno Central, tenía problemas.
Pasaron otros veinte
minutos. Él únicamente recorría los vagones, nervioso. En una ocasión se detuvo
frente a la chica, que miraba al suelo, pero no dijo nada.
- Los sensores detectan
movimiento en los túneles. Por favor, no abandonéis el tren bajo ninguna
circunstancia, los equipos de emergencia están trabajando para asegurar nuestra
ruta.
La voz volvió a sonar
por megafonía, provocando numerosos murmullos en el tren a pesar de aquel
extraño hombre que recorría los vagones como un alma errante.
- ¡Vamos, puto
terrorista! ¡Ya estoy harto de que juegues así con nosotros! ¡Mátame si tienes
cojones!
Era un chaval joven,
con gafas, alto y delgado, el que le gritó. Estaba de pie, encarado en su
dirección.
- ¿Terrorista? Cierra la
puta boca, gilipollas. ¿No acabas de oír lo que nos han dicho? Pues no des más
problemas. Ni tú, ni ninguno de vosotros.
- Terrorista, sí. Si
no, no estarías tocándonos los cojones con una puta pistolita. ¿Pero sabes qué?
No te tengo miedo. Si tengo que morir, prefiero que sea de pie.
El hombre mayor se
acercó al chico que lo desafiaba y lo golpeó con la culata de la pistola en la
sien, haciéndolo caer inconsciente en uno de los asientos.
- No quiero matar a
nadie, pero no me obliguéis a cambiar de opinión.
Se escuchó un golpe
fuerte y varios pasajeros se agarraron a sus asientos. Venía del vagón del
conductor. El hombre dio varios pasos en aquella dirección pero la puerta
estaba bloqueada.
- ¿Alguien sabe cómo
abrirla? – gritó dirigiéndose al resto del tren.
- Yo… yo soy ingeniero.
Esas puertas únicamente pueden abrirse desde dentro salvo que conozcas el
código de seguridad. ¿Ves ese pequeño panel? – dijo señalando a una pequeña
pantalla que había en la esquina superior derecha de la puerta.
El hombre asintió.
- Ahí hay que meter la
contraseña – dijo el ingeniero.
- ¿Y la sabes?
- No.
- ¿Entonces para qué
molestas?
El pistolero apuntó al
panel, pero un nuevo golpe impidió que disparara. Volvía a venir de aquel
vagón. Contuvo la respiración, dudó, y apretó el gatillo.
La puerta se abrió y
los gritos de horror inundaron el transporte. La sala de máquinas estaba
destrozada, al igual que los cristales frontales, y el cuerpo del conductor había
sido reducido a una pulpa sanguinolenta.
El hombre retrocedió
dos pasos antes de llevarse rápidamente las manos a los oídos. Algo estaba
arañando los cristales desde fuera, haciéndolos chirriar. Apenas duró unos
segundos, pero al acabar, varios de los vidrios de la sección izquierda tenían
marcas como de garras.
- ¿Y ahora qué hacemos?
– dijo un hombre con barba, más bien entrado en años.
- Esperaremos aquí a
que envíen ayuda – dijo la mujer histérica, mucho más calmada esta vez.
- ¿Ya no te preocupa
tanto tu marido, eh? – la respondió otro pasajero.
Ella se sonrojó avergonzada.
- No podemos quedarnos
aquí – dijo Magdalena. – Ya habéis visto lo que le han hecho al conductor.
- ¿Y salir fuera? ¡Mira
cómo están los putos cristales! – dijo otro varón.
- Lo primero es
mantener la calma – dijo el pistolero. – No podemos quedarnos aquí, pero si
salimos, nos darán caza. Es su terreno, no el nuestro. Tenemos que arrancar el
tren.
- ¿Qué te crees ahora,
el líder? – le dijo la mujer.
- No, señora, pero
alguien tiene que hacer algo más que gritar y lamentarse. Walter Winterlich a
su servicio, aunque puedes llamarme “Doble-W”.
Nuevamente sonó aquel
sonido estridente que se superponía a la marca de las garras del depredador
sobre los cristales.
- Yo… ¡yo creo que
puedo hacerlo!
Era el ingeniero.
- Hay otra sala de
máquinas al otro extremo del tren. Desde allí puedo intentar que funcione,
aunque la dirección sea la opuesta… claro, que si viene algún otro tren, nos
jodemos todos.
- Si nos quedamos aquí
moriremos igual – dijo Doble-W. - ¡Vamos!
Con otro disparo abrió
la otra puerta de seguridad. El sistema informático falló levemente y apenas
podía pasar un hombre de costado al quedarse atascada, pero el ingeniero se
abrió paso y comenzó a enredar.
Pronto comenzaron a
escuchar pisadas sobre el tren. Fuera lo que fuera que había en los túneles, estaba
jugando con ellos. La mayoría de pasajeros estaba al borde de un ataque de
pánico.
No tuvieron muchos
segundos más de paz. La primera criatura saltó sobre el cadáver del conductor,
y con una velocidad sobrehumana, recorrió los pasillos del metro en dirección a
su siguiente víctima, el hombre mayor con barba. Sus garras se hundieron en su
pecho mientras el hombre intentaba reaccionar, aunque lo único que salió por su
boca fue su espesa sangre. La cuchilla se clavó en su muslo y la criatura
devoró su rostro de un bocado.
Tenía dos pares de
brazos y uno de piernas, el cuerpo quitinoso como el de un insecto y la cabeza
calva y alargada como la de un bebé con alguna extraña deformidad. El par de
brazos superior acababa en unas manos con tres dedos cada una, formando
afiladas garras curvas, y el inferior en dos cuchillas de hueso.
Magdalena nunca había
visto nada como aquello.
Pronto empezaron los
gritos y los disparos. Doble-W disparó tres veces a la criatura, hiriéndola en
el pecho. Un icor verdoso manaba de la herida y el ser gruñó.
Magdalena casi pudo sentir
su dolor pero no entendía por qué. Sus ojos grandes y negros reflejaban una
especie de inteligencia muy diferente de la suya, adaptada más a la
supervivencia que al raciocinio.
La bestia saltó y se aferró
al techo del vagón mientras avanzaba hacia el pistolero, pero una bala atravesó
su cráneo y la hizo caer, inerte. Caminaba encorvada pero mediría alrededor de
un metro noventa y su espalda acaba en una protuberancia ósea, como si su
columna vertebral se prolongara más allá de su cuerpo.
Dos seres más saltaron
sobre la sala de máquinas.
- ¡Corred, ostia,
corred! – gritó Doble-W.
Los pasajeros
comenzaron a correr en la otra dirección, hacia donde estaba el ingeniero
intentando hacer funcionar el tren, pero las criaturas comenzaron a darlos
caza, perfectamente adaptadas para a matar. El pistolero realizó algún disparo
más y se vio obligado a retroceder también mientras máss seres comenzaron a
adentrarse en el vagón.
Magdalena también
corría, pero no podía evitar sentirse fascinada ante aquellas bestias,
sintiéndose conectada con ellas en lo más profundo. Quizá únicamente era el
estrés y el cansancio acumulado.
- ¿Qué cojones haces?
Tardó en reaccionar,
pero lo hizo. Aquel grito no hizo rectificar a Doble-W.
- Salvar vuestra puta
vida – la respondió él.
Había apretado un botón
de emergencia que cerraba las puertas de conexión con los vagones infestados
por aquellos seres. Al otro lado, la mujer histérica golpeaba frenéticamente el
cristal, intentando atravesarlo para salvar su vida, pero aquel esfuerzo fue en
vano. Pronto su sangre fue lo único que quedaba al otro lado, salpicándolo todo
mientras una de las cuchillas atravesaba su cráneo.
- ¿Cómo vas por ahí
adelante? – gritó al ingeniero.
- Ya casi está. ¡Debería
de funcionar!
- ¡Perfecto!
Doble-W separó del tren
los vagones perdidos moviendo otra palanca. Las criaturas debían de estar
alimentándose, pero no tenían mucho tiempo.
Al principio fue lento,
pero el tren comenzó a desplazarse. Apenas quedaban unos diez pasajeros con
vida, entre los que se encontraban Magdalena, el pistolero y el ingeniero.
Pronto aceleró.
- Lo moveré hasta la
estación más cercana. Allí bajaremos y esperaremos a las autoridades.
El hombre asintió. La
gente lloraba, chillaba, se enfrentaba cada cual a su manera a lo que acababan
de vivir. Tenían suerte de estar vivos.
Magdalena vomitó.
Apenas había desayunado más que un café y una tostada antes de ir a la
biblioteca, y a pesar de no haber hecho más que cambiarse de vagón, lo que
acababa de presenciar era más de lo que su estómago podía soportar.
Entonces volvió a tener
miedo, pero esta vez de sí misma. No eran más que recuerdos borrosos, pero eran
lo suficientemente nítidos como para aferrarse a su piel y clavarla pequeñas
estacas de sal bajo su epidermis.
Pronto se detuvieron.
No fueron más que unos minutos en los que por suerte no chocaron nadie,
condenando a la nada todo el estrés y ansiedad sufridos en los túneles.
Todos los pasajeros
abandonaron el tren. La estación había sido desalojada y fuera únicamente
esperaban varios militares y policías. Doble-W dio un paso al frente.
- Formen un perímetro
de seguridad. No sabemos si esas cosas siguen por ahí – dijo a los soldados,
que lo obedecieron sin rechistar.
Los supervivientes
comenzaron a andar en dirección a la salida pero los guardas los detuvieron.
- Los cuerpos de
seguridad os acompañarán a un lugar seguro – les dijo el pistolero.
Una militar de tez
negra y cabello rasurado indicó con la mano a los supervivientes que la
siguieran.
- Tú no – dijo Doble-W
agarrando a Magdalena por la muñeca.
Apenas fue una ráfaga
de disparos y el suelo se llenó con los cadáveres de los pasajeros.
- Nadie puede saber lo
que está ocurriendo – dijo el hombre en voz baja.
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