Juan y el Krampus - Cuento navideño
La verdad es que he estado a punto de despedirme de la temporada navideña sin publicar ningún escrito relacionado con la misma, pero todo el trabajo que lleva la corrección y edición de El Caballero Verde antes de enviarlo a una editorial y el lanzamiento online de Magdalena han copado mis horas de escritura (pues la mente sigue volando mientras dibuja y desdibuja historias).
He estado a punto, pero no ha sido el caso. He decidido participar en el concurso de cuentos navideños organizado por Zenda e Iberdrola, bajo el hashtag #unaNavidaddiferente. Con tales bases, he escrito dos pequeños cuentos y en este post os dejo el primero, Juan y el Krampus. ¿Cómo iba a ser capaz de dejar de lado a las criaturas oscuras un escritor como yo, incluso para hablar de la Navidad?
Si realmente estamos en una Navidad diferente (y entre El Ministro del Silencio y el certamen de Generación Pandemia, en el cual he sido premiado, creo que la Navidad era uno de los pocos temas que me quedaba por experimentar en la literatura de la pandemia, sacando a relucir mi faceta de historiador) espero que la moraleja detrás de este pequeño cuento navideño sea capaz de llegar a todos los lectores.
¿El otro cuento?
En el siguiente post.
Juan y el Krampus
Faltaban veinte días para Navidad
y aquel año Juan había sido un niño especialmente malo. Se había metido en
peleas, pegaba chicles en el pelo de sus compañeros… sus profesores le regañaban continuamente pero no servía de nada.
“Va a venir y te va a llevar”, le
advertía su abuela por teléfono. Debido al virus, no podían estar juntos, pero
aún le contaba historias cuando podían llamar a la residencia.
Tonterías. Tenía ya doce años y
sabía la verdad sobre la Navidad. No lograrían asustarlo con mentiras sobre
hombres del saco.
Aquella noche cogió una lata de refresco
y se metió en la cama. Su cuidadora era la hija de unos vecinos, una muchacha rubia de unos diecisiete años por la que Juan estaba colado en secreto. Su
madre no podía estar con él ya que era doctora y saldría tarde de la guardia.
Desde marzo apenas paraba en
casa. No hacía nada que no fuera trabajar, comer, y dormir, preocupándose en la
medida de lo posible de dejar listas las tareas del hogar. Estaba terriblemente
afectada por la situación, y Juan, que recordaba lo mal que lo había pasado dos
años antes por la varicela, lo entendía.
Los psicólogos del colegio asociaban
su mal comportamiento a lo que veía en casa, al estrés de una madre ausente,
absorta en sus obligaciones; y a la falta de una figura paterna que le sirviera
como ejemplo. Él no recordaba lo que era tener padre y lo único que le habían
dicho era que estaba trabajando muy lejos, pero a veces, cuando salía de inglés,
veía a un hombre con la misma marca que él debajo del ojo izquierdo agarrado a
una mujer que no era su madre. Cruzaban sus miradas durante unos instantes,
pero ninguno decía nada, y mientras él atravesaba la calle para ir a su casa,
aquel extraño varón abría un portal que no era el suyo y entraba con su amada.
En sus ojos parecía atisbar tristeza y eso le ponía triste a él también, aunque
no entendía por qué.
El exceso de azúcar lo complicó
todo y los gases le provocaron un terrible dolor de estómago. Eran las diez de
la noche del cinco de diciembre, la hora a la que su madre salía de trabajar.
Ella aún le hacía escribir la carta a Papá Noel aunque Juan sabía que ella era
la única mamá que traía la Navidad, y a pesar de conocer sus problemas
económicos, la había pedido una nueva PlayStation que Macarena se había
desvivido por conseguir, pagándola con lo que ganaba al realizar guardias
extras.
Incapaz de dormir, escuchó cómo
se abría lentamente la puerta de la entrada, siendo avisado por las bisagras de
que algo o alguien estaba entrando en casa. Las pisadas en la planta de abajo
comenzaron a ponerlo nervioso, y el crujir de la madera mientras aquel invitado
subía lentamente los escalones hacia su habitación hizo que se escondiera
debajo de las mantas, donde sabía que nada ni nadie podría dañarlo.
Pronto comenzó a oler fuerte, a
húmedo, cómo a animal mojado, y los pasos se detuvieron frente a su puerta. La
respiración de Juan se agitó y su corazón comenzó a acelerarse, latiendo cada vez
más rápido. Con cuidado, plegó levemente uno de los bordes de la manta y asomó
su rostro, intentando vislumbrar a la figura que proyectaba una larga sombra
sobre su cama. Estaba oscuro, pero el cuerpo peludo, las largas uñas y las
astas caprinas no dejaban lugar a dudas: su abuela tenía razón, era el Krampus.
Ella lo había avisado y él hizo
oídos sordos. La criatura llevaba en su espalda una canasta llena de lo que
difícilmente serían regalos, al menos por cómo se movían, pataleando,
intentando zafarse del destino de aquellos que no merecen ni carbón por sus
crímenes.
Juan sintió como dos ojos rojos
se clavaron en sus pupilas, amenazando con atravesarlo, con atrapar su alma de
igual manera que sus garras amenazaban con apresar su cuerpo.
“Si yo no le veo, él no me ve a
mí”, pensó mientras cerraba los ojos.
Intentó contener la respiración.
Sabía que si volvía a cubrirse entero, la bestia descubriría su posición, si es
que no lo había hecho ya, y entonces ni todas las mantas del mundo podrían
salvarlo.
Los pasos, lentamente, comenzaron
a dirigirse hacia su cama. Juan soltó el aire por la boca, despacio, antes
de intentar tomarlo una vez más. La criatura estaba junto a él, de pie al lado
de su lecho. Una de sus manos agarró la manta y tiró hacia atrás. Él gritó con
toda la fuerza que pudo.
“¿Estás bien? Tranquilo, tranquilo amor mío, era
solo una pesadilla”.
Era Macarena. Su madre había
llegado algo antes y no había tenido tiempo de quitarse la ropa de trabajo. No
tenía ni garras ni cuernos, sino guantes de plástico desechables, una
mascarilla FFP2 y una redecilla en el pelo.
“No llores, no pasa nada. Mamá va
a cambiarse y ahora te cuenta un cuento de buenas noches.”
Juan se fijó en las ojeras de su
madre. Cada día estaban más marcadas.
Decidió que tenía que hacer algo.
Ella se desvivía por él a pesar de todo, y él no la daba más que disgustos,
así que comenzó a ser más amable con sus compañeros, a
dejar de insultarlos y evitó meterse en líos.
Nunca sabría si era verdad que
había visto al Krampus, pero al comenzar la mañana del veinticinco de diciembre
conectando una nueva consola a su televisión, entendió que no debía de
arriesgarse a pesar de saber que su madre siempre iba a estar ahí para
salvarlo de todos los peligros del mundo.
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