Relato - Palabras
Estas semanas están siendo algo confusas (e intensas) en lo referido a la escritura. Estoy concentrando mis esfuerzos en un pequeño certamen de la ciudad de Santander, para la cual he debido de realizar algún escrito y adaptación, y estoy escribiendo el último capítulo de El Caballero Verde, antes de pedir copias piloto para realizar la versión final y poder presentar la novela a concursos literarios durante el 2021. Por eso estoy subiendo menos cosillas al blog.
Hoy os traigo un relato que escribí este año poco después de terminar El Ministro del Silencio (¡anímense a regalarla estas Navidades!) inspirado por una charla nocturna frente al Palacio Real de Madrid. Deseo que os guste.
Palabras
Cualquiera diría que la
escritura se basaba en leer a los grandes autores, en poner un techo al cielo
que sobre nuestras cabezas nos impide volar y nos aleja de los sueños
obligándonos a someter a nuestras obras al eterno jurado de los que con sus
plumas de oro dibujaron los contornos de la cúpula de cristal.
Carlos creía que el arte
se encontraba en cualquier parte, en el sonido de las gotas de rocío en la
mañana, en las hojas secas esparcidas por el suelo de un parque en otoño, en el
gélido viento que transporta las cálidas palabras de amor de los amantes.
¿Quién pudiera negar la
belleza de aquella escena? Muy osado debería de ser aquel que se llamara
escritor y solamente hallara consuelo entre las obras de otro, entre las
páginas blancas que permiten imaginarse el universo paralelo de otro creador.
¿Cuál era realmente la
labor del artista? Esa era la pregunta clave que debería de plantearse. Él se
consideraba únicamente un intérprete, un loco que intentaba transformar el
paisaje que lo rodeaba en otra cosa, contener la naturaleza entre los grafos,
aprisionando a las palabras hasta que en el momento oportuno se fugaran en la
mente de cada posible lector.
¿Era suyo ese derecho?
¿Estaba reservado a cualquier hombre el honor de interpretar la vida como nadie
lo había hecho antes, de leer las señales del destino en lo cotidiano e influir
en la gente que lo rodeaba?
Hacía tiempo que no leía
a ningún gran autor, y la mayoría de textos que recibía, eran casi todos
iguales, réplicas, imitaciones de las vivencias de otros, la misma historia
pero atrapada en distintas palabras.
Los mismos sentimientos
con distintos rostros.
Quizá aquel derecho
entonces les estuviera reservado únicamente a unos pocos elegidos, que con
aparente normalidad, y en ocasiones con solitarias muertes, sacrificaban una
vida de tranquilidad y felicidad en pos de la verdad que se escondía en la
tinta.
Aquello lo aterraba, ya
que no quería verse reducido a ser “otro imitador”, un impostor más en aquel
proceso de creación literario que realizaba cada vez que tecleaba en su viejo
ordenador. Se consolaba pensando que sus obras eran inéditas, pero… ¿era
aquello cierto?
Al fin y al cabo, no
había creado nada nuevo, pero los grandes autores tampoco: únicamente eran
pioneros en el hecho de tratar un tema de una forma en que nadie había hablado
antes.
A lo lejos escuchaba
música de ópera. Probablemente sería un grupo de artistas callejeros, o quizá
los propios coros del Palacio Real que se alzaba imponente ante él, cuya
fachada iluminada parecía esconder entre sus piedras cientos de historias que
nadie había contado todavía.
Con el devenir de las
canciones, aquellas efemérides iban y venían al pos de cada melodía, fundiendo
las diferentes artes en aquel cóctel de inspiración creativa que los
transeúntes ignoraban mientras paseaban tranquilos, ajenos a las mil y una
historias que se estaban contando solas aquella noche.
Había quienes acudían en
pareja, quienes lo hacían en grupos de amigos, junto a sus mascotas… todos
recorrían los rocambolescos jardines llenos de estatuas en los que el mismísimo
Teseo se perdería en pos del minotauro.
La sombra de la
edificación parecía acunar a sus gentes frente a la inmensidad de la noche, y
los guardas actuaban como custodios de aquel mundo aún por descubrir que Carlos
deseaba narrar.
Frente a él, se
materializaban mascaradas de final incierto frente a los jardines del palacio,
historias cómicas de personajes de dibujos muy cabezones que recorrían sus
grandes salones, o mujeres solitarias que se aferraban a los recuerdos de sus amados
ahora atrapados en una fotografía.
El amor, la melancolía,
la alegría, la tristeza… aquel escenario nocturno escribía sus propias
historias, mientras que cada persona escribía la suya.
¿Acaso era aquella la
maldición del escritor? Hay arte que nace de la necesidad de expresarse, de
“sacarlo hacia fuera”, de liberarse de un pesar existencial que marchita el
alma formando una materia densa que el artista debe de transformar en un único
testimonio de valor incalculable que atrapa en sí mismo un instante del
universo.
Pero ese arte estaba
libre de interpretaciones. Por mucho que el ser humano intentara dominarlo,
someterlo a su juicio y a sus constantes críticas, aquellas obras atemporales
no podían ser juzgadas bajo una perspectiva humana, el cerebro de los pobres no
podía descifrar la ecuación formada por sentimientos y emociones en estado
sólido.
¿Entonces, por qué él,
como escritor, era un intérprete? ¿Acaso su trabajo no era arte?
Quizá no, temía.
Quizá, si el arte nacía
de la necesidad humana de expresarse, lo suyo simplemente fuera otra cosa. Pero
para eso debía de entender qué es lo que hacía exactamente.
Mientras observaba la
escena nocturna, tomó un cuaderno que siempre llevaba en su bolso y comenzó a
escribir, a tomar anotaciones, a escuchar al cuentacuentos del Palacio Real en
todo aquello que intentaba decirle.
Mientras volvía a casa,
pudo confirmar su más temida sospecha: su arte no era suyo, no le pertenecía,
no nacía de la necesidad intrínseca al artista de liberarse.
El suyo era un arte egoísta.
El escritor no era más que un transcriptor, y no un creador como se creía
tradicionalmente.
Sus obras no eran suyas,
él únicamente las traducía mientras las historias se escribían solas, tomando
el rumbo que ellas mismas decidían, como si se tratase de los ecos de mil
mundos paralelos que intentaban hacerse camino hacia nuestra realidad.
No en vano, aquello lo
decepcionó un poco. El artista tenía reservados una serie de privilegios al
nivel de Dios, una vista por encima de la percepción humana que le otorgaba el
don de la creación; y él, sin embargo, únicamente interpretaba el arte que
estaba en las pequeñas cosas.
¿Por qué él había sido
maldecido de aquella manera? ¿Por qué se le había negado el acceso al Olimpo de
la creación?
Porque sus obras no eran
únicas e irrepetibles, se producían en masa una y otra vez en un afán criminal
de difundir su sagrada palabra entre los que vivían ignorantes del mundo que
realmente los rodeaba, de los literarios espíritus que los acechaban en todo
momento.
¿Qué ocurría entonces con
las réplicas de esculturas, piezas musicales, o fotografías? ¿Con ese mercado
negro de sentimientos irrepetibles que adquiría la gente para lucir en sus
hogares, reinterpretando unas piezas únicas?
Quizá lo mismo que con
las palabras. Había esperanza después de todo.
Podría ser que la culpa
fuera del sistema, y no del artista, y que lo único que diferenciara al
escritor del resto de aquellos que decían compartir gremio con él fuera
realmente lo más valioso, lo que lo permitiera situarse sobre el resto de
creadores.
Su arte nacía del mundo,
y no de sí mismo. No era el producto de una liberación, del éxodo emocional, de
la incapacidad de transmitir con palabras la realidad que el alma vivía.
Su labor era mucho más
compleja, pues había sido elegido para dar forma a la realidad, para atraer
hacia sí y hacer propias miles de vidas, miles de sentimientos propios y
ajenos, cientos de vivencias. Había sido marcado en la vista con los ojos de
aquel que es capaz de ver la belleza en lo cotidiano, de vislumbrar siempre
cómo si fuera inédito cualquier aspecto de la vida, cualquier lugar, cualquier
objeto.
Se le había otorgado el
don de vivir mil vidas dentro de una sola, al precio de aprisionarlas en la
gramática. Era el causante y el culpable de dar aliento a infinidad de mundos
imaginarios que cobraban sentido dentro de la mente de cada lector, creando un
arte que sin recurrir a una manifestación física, nutría el alma permitiendo
avivar la llama de tantos momentos cautivos por toda la eternidad.
Al fin y al cabo, eran
únicamente palabras, pero desde que nacemos, las palabras lo son todo.
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