Relato Corto - El Príncipe Mendigo
Buenas noches y bienvenidos una semana más.
En esta ocasión, la lectura que os presento es un relato de fantasía narrado desde dos puntos de vista opuestos, el cual me sirvió como presentación para un ejército de un conocido wargame el año pasado. Realmente, la idea de jugar con los trastornos de personalidad y de percepción de la realidad de los villanos es algo que me gusta mucho.
Deseo que os guste.
El Príncipe Mendigo
Con un gesto de su mano derecha, fue suficiente. El escriba
lo había entendido perfectamente, y se acercó, no sin algo de miedo, a su
señor.
¿Cuántos años llevaba ya gobernando sobre aquellas tierras?
La memoria comenzaba a ser frágil. Cuando se intentaba esforzar por mirar hacia
su más remoto pasado, sólo veía llamas y sangre. No recordaba nada de su
infancia, de quién era su madre, y mucho menos quién era su padre. Serían los
síntomas de la edad que le obligaban a tomar a aquel muchacho por confesor. Sus
memorias serían su legado para con su pueblo.
Lo primero que recordaba era su llegada allí. ¿De dónde
venía? Qué más da. La gente sufría y avanzaba perdida, sin liderazgo, hacia la
Desembocadura de la Perdición. Aquellos bárbaros incivilizados no hacían más
que violar y masacrar a los que ahora son sus nobles súbditos, y poco podían
hacer ellos para defenderse.
Como fuere, él había sido versado en el arte de la guerra.
Ordenó a las gentes libres y preparo una contra ofensiva que desterró a las
fuerzas del caos de aquel segmento del reino de las sombras. No dudaron en
nombrarlo rey, y él así montó su corte. Nobles caballeros que lucharon a su
lado, algunos nacidos de la más noble cuna, que pudieron mostrar su coraje en
las Batallas de la Liberación y más tarde al repeler a los esclavos del Dios
Rey, que enfundados en sus doradas armaduras, intentaron esclavizar a su
pueblo.
¿Postrar sus rodillas? ¿Ante un señor que vive encerrado y
utiliza a sus avanzadillas para hacer sus labores? ¿Qué clase de débil dios
pide la sumisión de su gente? Un pueblo arrodillado es un pueblo con miedo, y
un pueblo con miedo es un pueblo débil.
Quizá por eso él se mantenía fuerte y vigoroso. Su mente a
veces parecía encontrarse bajo el influjo de algún tipo de hechizo que le
acercara al olvido, pero su cuerpo era musculoso y sus reflejos, rápidos.
Cuando se levantó de su trono, un trono de hierro creado con
las armas de los enemigos derrotados en las Batallas de la Liberación para
recordar siempre a su gente que el lugar donde ahora habitan en paz se
consiguió mediante la sangre y el acero, invitó al escriba a sentarse sobre un
asiento lujoso adornado con piedras preciosas. Una de sus manías era la
decoración de los interiores, y en su palacio trabajaban constantemente
artistas traídos de los ocho reinos para su decoración.
Decidido, se asomó a uno de los ventanales, tras correr con
toda la delicadeza que era capaz de reunir la cortina que lo cubría. El día era
soleado, como casi todos durante la estación seca, pero debido a las húmedas
brumas nocturnas no tenían problemas para hidratar los campos. La magia fluía
en el reino de las sombras, y el lugar elegido para la creación de su capital
era uno de esos picos de energía mágica que se encontraban al acercarse a los
bordes de los reinos.
A veces temía porque ello pudiera afectar a los aldeanos, o a
la comida. Otras, dudaba sobre si ese era el motivo de su mala memoria, aunque
algunos días se encontraba algo más lúcido. Pero cuando se concentraba en mirar
por la ventana, la paz lo invadía: la gran torre de mármol, desde la que se
podía vislumbrar todo a la redonda, la biblioteca de piedra amatista, y los
enormes muros de piedra pulida que resistían invasión tras invasión sin perder
su brillo cuando la luz del sol se reflejaba sobre las almenas.
Más allá, estaban las tierras de cultivo, y alguna de las
fortalezas de sus nobles. Trataba de que su corte viviera junto a él, pero
necesitaba hombres de confianza para vigilar las fronteras de su reino. Hombres
como Sir Odilio, que lo esperaba en la antesala por algún asunto de urgencia.
La reunión fue breve. Sin más dilación, se dirigió al establo
real. Aquel hipogrifo lo había acompañado en innumerables batallas. ¿Cuántos
años viven las bestias como aquella? En su memoria, nunca se habían separado.
Tras ensillarlo, puso rumbo al este, para ponerse al mando de las tropas que
allí lo aguardaban: los caballeros de un reino extranjero se disponían a
atacarlo directamente en el epicentro de su poder, y esa afrenta debía de
vengarse con sangre.
Aquello no estaba pagado. Primero, fueron los mosquitos, y
luego los lobos. La gente como él, que apenas sabía blandir un arma, había sido
relegada a los cuerpos de cazadores y exploradores, y cuando buscaban
“voluntarios”, no pudo hacer nada por negarse. Pero lo que ahora veía era mucho
peor de lo que le habían advertido.
Los rastros de hueso a medio carcomer comenzaron a indicar
que se acercaban al territorio de los necrófagos. Siempre pensó que no podían
ser muy diferentes a su gente, al fin y al cabo eran humanos, pero… ¿qué tenía
de humano aquello?
Ahora debía de volver a dar las noticias en el campamento,
pero no estaba seguro de llegar vivo. Varios de sus compañeros habían muerto
por el camino, hostigados por aquellas bestias que caminaban más tiempo a
cuatro patas que a dos. La ciudad no se parecía a nada que hubiera visto antes:
cuatro empalizadas, colocadas de forma aleatoria, delimitaban los lindes de la
misma. Madera podrida, hueso, y carne putrefacta en diferentes estadios de
descomposición y a medio comer establecían las defensas del lugar, asentado
sobre las ruinas de una antigua ciudad bárbara.
Siniestras caballas, sangre y suciedad por todos los lados,
bestias fornicando en la calle… parecía el escenario de una dantesca parodia de
su ciudad natal. En el centro, coronándolo todo, una gran estructura de piedra
coronada por un altar de huesos. No acercaba a imaginarse que tipo de criatura
podría liderar desde allí, pero le daba igual, su misión ya había terminado.
Debía de concentrarse, pues se había dado cuenta de que
podían oler el miedo. Thomson murió cuando una de aquellas enormes criaturas,
de unos cuatro metros de alto, lo encontró mientras lloriqueaba, y lo partió en
dos. Él también temía un final similar, pasar a formar parte de la decoración
de aquellas tierras.
Estaba muerto de miedo y temblaba.
Pero quería regresar.
Pero el maquillaje de la esperanza se disipó cuando vio
aquella sombra proyectada en la tierra sobrevolarlo. Sobre su cabeza, una
bestia colosal con aspecto de murciélago iba en dirección al campamento. No iba
a llegar a tiempo para dar la voz de alarma.
Y sobre ella, había un ser grande y fuerte, o al menos eso
intuía desde su posición.
Poco después el cielo se nubló cuando numerosos seres alados
siguieron como si de una bandada de aves se tratase al gran murciélago. Aquel
debía de ser el Príncipe de los Mendigos, nombre que Thomson improvisó poco
antes de morir al ver el solitario trono.
Comenzó a escuchar gruñidos y gritos, ruido de pisadas, cada
vez más cerca. No podía quedarse tras aquel árbol eternamente, pero le aterraba
todavía más llegar al campamento y encontrarse con el monstruo, o peor aún, con
el monstruo y con todos sus compañeros muertos y devorados.
Quería volver a casa, aunque aquello significase deserción.
Total, ¿quién iba a acusarlo si no había más supervivientes?
Quizá lo vieran como a un héroe.
O quizá poco después tampoco tendría un lugar al que volver.
Simples necrófagos decía el oficial. Como una pelea de
mendigos. Un riesgo mínimo.
Aquello parecían más que simples necrófagos.
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