Relato Corto - Calles de Madrid
Bienvenidos una semana más a la pequeña lectura que hago aquí pública.
En esta ocasión, traigo un texto que invita a reflexionar sobre el fin de la primera cuarentena de la situación que hemos vivido hace unos meses (y a la que nos enfrentamos de nuevo, pues el fin nunca se ha ido) mostrando el acercamiento de una pareja separada en la distancia.
He de reconocer que robé a dos personajes de El Ministro del Silencio para ello, pues la cronología es la misma. Espero que os guste.
Calles de Madrid
Su
experiencia en el autobús fue bastante caótica. Carlos lo había intentado a un
lado y al otro, de frente, y de lado, pero fue imposible dormir. La mascarilla
le impedía respirar bien, y el dolor de llevarla tantas horas puesta, coronaba
el pastel estimulante que lo permitía estar, en el mejor de los casos, en
duermevela.
Llevaba
mucho tiempo dándole vueltas, y le había costado encontrar motivos para
continuar, pero tras seis horas de viaje, allí estaba él, armado con la poca
ropa limpia que le quedaba, un ordenador, y un cuaderno. Los primeros rayos de
sol acompañaban la entrada del vehículo a la capital, formando un magnífico
espectáculo patriótico.
“Podía
haber sido peor”, pensó. Tras él, dos hombres viajaban hombro con hombro,
compartiendo plaza, olvidando las recomendaciones que la Organización Mundial
de la Salud había impuesto.
Tal
era el afán de los dueños de aquella empresa de hacer dinero, que convertían a
sus clientes en ovejas con el fin de mejorar levemente sus ingresos.
Al
menos él había viajado solo y no corría el riesgo de que a su lado viajara un
enfermo, ahora que el miedo se había apoderado de una sociedad ya de por sí
desconfiada.
Debería
de andar una hora aproximadamente. Era cierto que podía coger un metro, pero
Carlos temía contagiarse entre las vías. El mayor problema era el peso de su
equipaje y tender que andar pendiente del GPS, pero su salud valía más que eso.
El
recorrido desde Avenida de América hasta la Puerta del Sol lo había realizado
ya en el sentido inverso, pero siempre acompañado. Dado que la idea de una
sorpresa estaba intrínseca a su definición, tácitamente decidió comenzar a
caminar por las calles de Madrid.
Al
principio, supuso que aquel fenómeno se debía a que era muy temprano un domingo
por la mañana, pero luego comenzó a temer que realmente viviera ya en un futuro
post-apocalíptico.
Las
calles estaban vacías, y raro era ver algún coche circular por las urbanas
vías.
Carlos
se limitó a seguir la dirección marcada en su móvil, que mostraba una ciudad
casi tan vacía como la que veían sus ojos.
Rondando
las siete de la mañana, pudo relajarse un poco al ver a un par de “runners”
decididos a conquistar el amanecer. Extrañaba ver a la gente volviendo de
fiesta, a los comercios que se abrían en una ciudad que no dormía, pero apenas
había polvo que se levantaba con el poco viento que corría.
Y
hacía calor. Mucho calor. Un calor que decían frenaría mesiánicamente al virus
que los estaba devorando, al invisible enemigo conque no podían batallar
limpiamente.
Había
algo de poético en aquella escena. Muchos fotógrafos o pintores soñarían con
ver la gran urbe desde la perspectiva del olvido, del maldecir de los años, del
miedo a la vida.
Cuanto más se acercaba al centro, más vagabundos encontraba pasando el tiempo entre
cartones, haciendo de la ronda nocturna su rutina, con preocupaciones más
inmediatas que aquel cuya propaganda televisiva no llegaba a sus oídos.
Los
gatos maullaban a una luna que ya se había escondido, cegada por el sol.
Carlos
estaba cansado, pero se acercaba a su objetivo. Llevaba ya tres meses sin
verla, y la echaba de menos. El único día que habían podido compartir desde el
inicio del caos había sido prácticamente un sueño, un oasis en el desierto de
sus ojos.
Tenía
miedo de ver cómo iba a recibirlo ella, pero todas las aventuras se inician con
un poco de miedo.
Allí
estaba la gente que volvía de fiesta, gritándose borrachos cerca del centro de
Madrid. Carlos los hizo caso omiso mientras pasaba junto a los equipos de
desinfección.
Locales
cerrados, y carteles de eventos que nunca se llegaron a celebrar. “Las cuentas
las lleva el diablo”, pensó mientras recorría la calle que llevaba al portal de
Beatriz.
Siempre
tan llena de vida, y ahora inerte, vacía, ausente de gente que creía viviría
para siempre. Quizá aquel parón evitara la frenética vida que muchos jóvenes
estaban viviendo.
Tras
tres toques, ella le abrió, más dormida que despierta. A la sorpresa inicial,
le siguió una pequeña regañina, y después, toda la poesía que pueden narrarse
los amantes que habían puesto su pasión en cuarentena.
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