Relato Corto - La Noche sin Luna
Creo que todo 31 de octubre debería de leerse algo oscuro, terrorífico, relacionado con la muerte y sus criaturas.
Y eso es lo que os presento hoy: un relato de Halloween. Breve, cierto, y además se trata de una de las pocas veces en que lo que escribo lo hago en primera persona ya que he considerado que me permitía transmitir mejor el mensaje. Sin detallar más, os dejo con "La Noche sin Luna".
La Noche sin Luna
Era una noche tan extraña como
normal. La luna se escondía, temerosa no sé bien de qué, pues el sol no iba a
hallarla con otro, pero tampoco me extrañaba ya que aquella noche todos tenemos
miedo.
Corrí por los jardines de la
mansión intentando entrar y refugiarme. Sólo deseaba que los perros que
ladraban no me persiguieran a mí, sino que detuvieran al hombre que me
acechaba. Yo no lo veía, pero sabía que estaba ahí, que me observaba, que
deleitaba su paladar con el único deseo de hacerme cosas perversas.
Al fin encontré una ventana
entreabierta. La forcé y accedí a la estancia. Todo estaba oscuro, y el sudor
me provocaba picores en los senos. Apenas tenía dieciséis años y desde que esos
dos bultos habían aparecido, únicamente me habían dado problemas con los
chicos, y ahora, con él.
Realmente no sabía muy bien de
dónde había salido, ni cómo era su cara, ni nada. Fue el reflejo de los
cristales lo que me hizo confiarme al no ver cómo se acercaba, pero su
presencia siempre estaba ahí, haciendo nacer en mí una sensación rara de
intranquilidad y quizá de curiosidad.
Intenté dar la luz pero no había
corriente. El hall de la mansión era enorme, con dos escaleras de caracol que
daban a la planta superior. Debía de buscar ayuda en las habitaciones, pues si
alzaba la voz el acosador tal vez me escuchara. Los perros habían dejado de
ladrar.
Paso a paso hice crujir la madera
bajo mis pies. Empecé a buscar por la derecha pero no encontré nada, y lo mismo
hallé a mi paso por el ala izquierda. Había perdido la noción del tiempo, y lo
único que había encontrado eran camas polvorientas en perfecto estado y
habitaciones vacías cubiertas de telas de araña. Quizá podía descansar allí,
acurrucada junto a mi arácnida compañía, esperando que la luz del día de los
muertos me permitiera salir y honrar a los míos.
Pero me daba demasiado miedo.
Volví a la planta baja, y escuché un crujido que poco tenía que ver con mí
caminar, pero no había nada más que la sensación de ser atravesada por dos
pupilas penetrantes, como si un depredador nocturno me estuviera acechando.
Toda la casa se encendió al
unísono. Grité, y corrí en direcciones aleatorias, mientras las siniestras
sombras proyectadas por lámparas y velas se mofaban de tal acto ridículo. Al
final volví al hall, del que parecía que no podría huir nunca, y abrí el portón
principal.
Fuera llovía.
Metro noventa y pelo corto. No
pude más que dejar escapar un suspiro de pánico cuando su mano derecha agarró
con fuerza mi cuello y me alzó. Su ropa estaba mojada, y su piel muy fría, tan
fría que parecía inerte, y tan blanca que parecía un hueso.
El aire me faltaba y la sangre
que corría por mis venas y arterias amenazaba con huir de mi cuerpo. Acercó su
boca a mi cuello y dos colmillos afilados confirmaron la más tétrica de mis
sospechas, a la vez que ligeramente me reconfortaron. Si lo que había visto en
el cine era real, pronto conocería mejor a ese caballero habiendo pasado a
formar parte de su vampírica corte.
Pasaron días hasta que la policía
encontró mi cuerpo. Cuando terminó de beber, el monstruo tiró mi inerte cuerpo
a un lado y se desvaneció en el interior de sus aposentos. Lo único que quedó
de mí fue el eternamente condenado espectro que hoy os narra mi muerte, una
muerte de la cual ni siquiera la luna fue testigo, pues estaba demasiado
aterrada como para brillar.
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