Relato Corto - Arena del Desierto
Buenas tardes hoy domingo queridos lectores.
Esta semana hay publicación por partida doble. Tras hablar el otro día sobre la literatura de la pandemia, hoy vuelvo a escribir para traeros un breve relato cuya inspiración ha surgido esta tarde mientras pintaba.
No es más que un breve acercamiento a las mágicas arenas del desierto, un ensayo de corta extensión que sirve de entretenimiento y práctica antes de comenzar una nueva semana.
Arena
del Desierto
Debía de haber escuchado
a su madre cuando era pequeño. Ella hablaba de una tierra maldita al sur,
antaño una gran civilización, ahora un nido de odio donde los muertos no
descansan en paz. Akkhar era su nombre.
No sabía si era por el
calor, o por los buitres que desde la distancia parecían estar más muertos que
vivos, pero el sudor que recorría su frente se negaba a alcanzar sus labios y
humedecerlos. La recompensa no podía compensar todos los males que estaban
sufriendo.
Maldito era el momento en
que aquel cartel se apareció ante su yo ebrio, y más borracho aún si cabe, no
podía maldecir el momento en que decidió apuntarse a la expedición. Riquezas
incomparables, gloria sin límites, y como única pega, un poco de calor y la
necesidad de comprarse cantimploras aún más grandes.
Llevaban seis días dando
vueltas por el desierto y dos de los hombres ya habían muerto. No disponían de
corceles, y las provisiones y el agua comenzaban a escasear, convirtiendo la
moral de los hombres en sales cristalizadas.
Pero como si de un ropaje
de seda siendo desgarrado se tratase, los muros derruidos de aquella urbe
asolada por el sol aparecieron ante ellos, semienterrados en la arena. Si el
organizador de la expedición no se equivocaba, cerca debería de estar la
estructura funeraria.
- Descansaremos aquí –
dijo ese hombre. – Nos refugiaremos del sol en las casas e intentaremos buscar
un pozo de donde extraer agua. De noche partiremos.
El frío de la noche
congelaba el corazón de los hombres convirtiéndose en la gélida contraposición
del calor diurno. Aquel lugar era el mismísimo infierno se mirara por donde se
mirara, y lo que los aventureros no sabían, era que lo peor aún estaba por
llegar.
Uno tras otro se
aventuraron en la ciudad hasta que los dieciocho encontraron refugio tras sus
muros. En las pequeñas estructuras que actuaron como hogares en el pasado
apenas encontraron cobre y arena, y la compañía de la soledad convertía el
silencio en el único enemigo al que poder enfrentarse.
- ¿Alguien ha visto a
John o a Tim? – preguntó un hombre robusto y barbudo.
- La última vez que los
vi se dirigían al interior del gran edificio de la plaza, el que tiene esas
estatuas tan raras – respondió otro mercenario.
Cuerpo de león y cabeza
de mujer, las alas de águila que reposaban sobre las espaldas de piedra de las
esfinges habían visto tiempos mejores. El hombre gordo pasó bajo su
inescrutable mirada y se adentró en aquel palacio abandonado cuya puerta se
había podrido cientos de años antes de que siquiera hubiera nacido. No
volvieron a saber de él.
Los quince restantes se
reunieron y se atrevieron a entrar juntos en aquel siniestro lugar. Tal vez
únicamente se habían perdido. Toda la estancia estaba oscura, y cuando el sol
era incapaz de iluminarla, las antorchas se veían obligadas a cumplir tal
cometido.
Como una mariposa abraza
la muerte al posarse en una planta carnívora, los aventureros se adentraron
cada vez más en la que pronto se convertiría en su tumba. Al llegar a un cruce
de caminos, se dividieron en tres grupos de cinco.
Hasta aquel lugar había
llegado la arena, seguramente arrastrada por las pequeñas criaturas como escorpiones
que reinaban sobre aquel palacio desde que la raza de los hombres lo había
abandonado. Una puerta se cerró a lo lejos.
- ¿Qué coño ha sido eso? –
gritó Mikel asustado.
Debía de haber prestado
más atención a las palabras de su madre. En el rostro de sus compañeros, pudo
ver su misma expresión de terror cuando el sonido de los huesos al chocar
contra el suelo comenzó a sonar cada vez más cerca, y unas cadenas metálicas
replicaban al compás de aquella danza macabra.
Intentaron avanzar un
poco más, y la luz se sus antorchas iluminó lo que parecía ser una calavera
humana coronada por remates dorados. Con su siguiente paso quedó al descubierto
todo el cuerpo de la criatura, que torpemente se desplazaba hacia ellos. Sólo
había huesos inanimados que por algún tipo de magia prohibida se mantenían
unidos, y algún detalle de bronce y oro que quedaban como registro de la
persona que había sido en vida.
La primera antorcha cayó
al suelo cuando la criatura cortó el cuello de aquel hombre. Llevaba un puñal
en su mano, y su sangre se fundió con la arena y la roca del pasillo.
Sin tiempo de presentar
batalla y presa de algún horror sobrenatural, los otros hombres retrocedieron
corriendo hasta llegar a un lujoso salón. No habían estado allí antes, y la
lentitud de los pasos del esqueleto se había desvanecido.
Una imponente estatua de
tres metros de altura con cabeza de cocodrilo coronaba la estancia. En el suelo
había oro, vasijas, collares y gemas. La mirada de los hombres volvió a
encenderse, pero cuando el primero de ellos tomó un rubí entre sus manos, la estatua
se desplazó como si estuviera viva y con su mano derecha agarró al hombre antes
de cerrar sus rocosas fauces sobre él.
Nuevamente corrieron. La
criatura no los siguió, únicamente regresó a su eterna vigilia.
La puerta por la que
habían accedido estaba cerrada, pero un nuevo pasadizo había aparecido a su
izquierda. No había otra opción. Los tres hombres se adentraron por él.
Lo que no sabían era que
el destino de aquellos que intentan profanar a los muertos es el de unirse a
ellos, y al fin del pasadizo no hallaron más que los restos inmortales de todos
los ciudadanos, ansiosos por volver a sentir el calor de un cuerpo mortal en
sus gélidas y muertas manos.
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