Prólogo - El Caballero Verde
Dicen los expertos que la correcta promoción de un libro debe de iniciarse mucho antes de que se publique. Realmente, yo no tengo mucha idea de eso, ya que nunca me han gustado los trailers "que enseñan de más", ni los prólogos que muestran las entrañas de la víctima cuyo papel estamos dispuestos a desnudar.
Por mi parte y únicamente para facilitar una lectura de domingo, os presento el prólogo (en su estado actual, es decir, sometido a una posible revisión una vez tenga el piloto de la obra) de El Caballero Verde.
No quiero (ni debo) desvelar mucho sobre la otra, únicamente decir que comencé a escribirla ya hace varios años (antes que El Ministro del Silencio) y que la constancia adquirida para por y con la escritura me ha permitido tenerla muy avanzada a día de hoy, lo suficiente como para sembrar en ustedes la semilla de la curiosidad con este prólogo.
¿Más información sobre la misma? Lean, lean... y las dudas espero les sean resueltas en 2020. Lo único, eso sí, confirmar que se trata de una novela de fantasía de carácter medieval, pero las sub-categorías, el encuadre... poco a poco.
El Caballero Verde - Prólogo
Era una tarde de otoño, de esas en las
que los gemidos del viento anuncian el fin de la estación para dar lugar a otro
invierno, a otro año más, al eterno ciclo de la muerte y de la resurrección en
la naturaleza.
El tacto de las yemas de sus dedos chocó
con el áspero espesor de su barba: ya comenzaban a nacer canas en ella, y hacía
ya varios días que necesitaba recortársela. Pero mientras la vela de su
escritorio se consumía, el hombre pensaba que podría esperar un día más, que al
igual que ayer, hoy tampoco iba a llegar nadie.
Con la comida intentando reposar, escasa
como se lo ordenaba su dieta, y con el escritorio algo descolocado, decidió
mojar la pluma de nuevo. Entre sus muchas manías, estaba la de escribir a oscuras,
con la única compañía del silencio a su alrededor y un extraño reloj de cuco
que hacía mucho que había dejado de sonar. En la calle, aún había rayos de sol
que luchaban por escapar de la prisión de las nubes, pero para él todo era
insuficiente. Hacía mucho tiempo que todo había comenzado a ser insuficiente.
Realmente, no sabía muy bien como
comenzar a escribir todo aquello, pero le aterraba la sola idea de ser incapaz
de hacerlo. Sentía que era de los pocos propósitos para los que podía servir
ya, ahora que sus huesos comenzaban a ser presa de la lenta maldición de los
años. Cuatro esbozos y papel al suelo, ¿por qué era tan difícil plasmar una
idea y que siempre quedara tan alejada de la realidad? Tan imperfecta…
“Pero, ¿de qué realidad?”, se preguntaba
el hombre. ¿Existía una realidad concreta en torno a aquella idea, o era solo
su propia e imperfecta realidad la que se disponía a plasmar sobre el papel?
Las idas y venidas le intentaban alejar cada vez más de su objetivo final, los
pensamientos fugaces que, como cazadores furtivos, intentaban robarle una vez
más las palabras con las que contar su historia.
Pero esta vez, a diferencia de las
anteriores, estaba decidido a acabar con ello de una vez por todas. No se
trataba de empuñar una espada, sería una pluma el arma definitiva con la que
derrotaría a sus propios demonios, un enemigo más en su trayectoria vital, tal
vez el más duro, tal vez el más persistente…
“Debería de escoger un buen título”,
pensó, pero el viento volvió a chocar contra las paredes de aquella cabaña que
llamaba hogar. Tal vez sería mejor dejar eso para más adelante, lo importante
era el contenido. No buscaba que se tratase de una leyenda, ni tampoco de un
cuento, simplemente era su biografía.
Porque pocas vidas habían vivido tanto y
a la vez habían dejado de vivir tan pronto.
Porque pocas vidas habían sentido tanto
y a la vez habían sufrido por ello.
“¿De qué hablar en primer lugar?”,
atormentaba al hombre su duda. Sus ojos marrones, pero claros, se derretían
como la cera de la vela que iluminaba su mirada, se perdían entre las sinuosas
formas que dejaba la única llama al pasar.
Tal vez podía hablar de las verdes
praderas de aquel paraíso natural donde residía, de las playas que fundían su
tierra con el fin de todas las cosas o de las montañas que la integraban en un
mundo un poco peor, un poco más cruel. De los característicos habitantes de la
costa, ¡pero no podía comenzar hablando de pescadores! Por muy bravos que
fueran.
Quizá de la variedad de flora que los
centinelas cuidaban en los bosques, de los caminos de tierra donde apenas se
derramaba más sangre que la de las cacerías. De los diversos cultivos en
terraza que se aprovechaban de la abundancia de lluvias (aunque siempre menores
que las que contaban los poco acostumbrados extranjeros). O de la famosa
minería enana sobre la que se había asentado parte del crecimiento económico
inicial de aquellas tierras.
¿Pero a quién podía interesar todo
aquello? No se trataba de un libro de historia ni de geografía, pero tantos
años atrapado en los límites del paraíso comenzaban a picarle en su memoria, intentando
colarse de una u otra forma en su escrito para dejar constancia de algo que
pocos conocían tan bien como él. La Tierra de Paso, como algunos la llamaban,
se había convertido en su propio jurado, juez y trena.
Aunque, bien pensado, no debería de
lamentarse tanto. Él mismo había escogido su destino, había valorado lo que
sabía que le iba a suceder, y había aceptado. Como tantas otras cosas, sobre el
papel no parecía tan difícil, pero ya comenzaba a hacerse insoportable.
Cualquiera lo hubiera dado todo por ocupar su lugar, pero la otra cara de la
moneda que gira en el aire le recordaba todas las renuncias que hizo por ello.
Aves de paso en su paraíso privado, con
quienes se llegaba a ilusionar incluso años, al final siempre se acababan
marchando, buscando dar un sentido a su vida que no podían encontrar entre las
pacíficas olas de un mar frío como el hielo. Las llamas de la pasión no siempre
se habían podido apagar bien, y las caras y los nombres de tantas mujeres le
escupían su cobardía a la cara al no haber sido capaz de escapar con ellas, de
atreverse a apostar de nuevo como había hecho tantas veces de joven.
Pero no podía hacerlo. Sólo le ataba su
palabra, y su palabra era lo único que tenía, lo único que le quedaba cada vez
que se quedaba solo. Y ese dolor no se lo había explicado nadie, nadie le había
advertido de las heridas del corazón.
Podía, simplemente, renunciar a vivir (tal
y como estaba haciendo últimamente), convirtiéndose en un ermitaño atado a sus
tareas. Pero al final el impulso de salir siempre vencía, y todas las trágicas
historias acababan como es debido.
Recordaba en especial a una morena
venida de tierras lejanas, alguien que fuera de los límites de su Tierra de Paso
sería una enemiga política de todos los reinos limítrofes. Y sin embargo, allí,
con él, eso daba igual. Tal era el poder de aquel remanso de paz en un mundo
sangriento.
Aquella vez, como tantas otras, decidió
arriesgarse sabiendo que iba a perder, sabiendo que ella se iría, y que los
lazos que a él le ataban a aquel lugar no podían romperse. Y aquella herida
tenía pinta de no cicatrizar, de infectarse hasta llegar a la sangre y acabar
por consumirlo.
Pero no quería que su escrito comenzara
hablando de desamor, de pasiones insumisas, de palacios de incienso e idiomas
antiguos.
Debía de comenzar hablando de sí mismo,
de sus orígenes, de como aquel niño de alta cuna que un día quiso convertirse
en caballero, había llegado a estar unido a la tierra por unas raíces que él no
podía ver, pero que tal vez siempre estuvieron allí.
Y es que lo mejor de los malos
matrimonios son ese afán de aventuras desenfrenadas que te dan cuando quieres
escapar. Aún recordaba la primera vez que vio a aquella chica que durante un tiempo
decían que era su mujer. Él vivía muy lejos de donde ahora estaba y la
conveniencia entre familias había llamado a su puerta unos años antes.
No era más guapa que ninguna, pero al
principio, no le disgustaba. Aquello chocaba con su ideal de convertirse en un
caballero andante e ir a vivir aventuras lejos, para lo cual había estado
entrenando duro durante años, pero ser el primogénito exigía más que eso.
Exigía gestionar los bienes de la familia y tener un papel destacado en la
mesnada real.
Y el matrimonio se estaba dando tarde.
Si mal no recordaba, rondaría los diecisiete inviernos cuando tuvo lugar la
ceremonia. Al principio todo fue muy frío, y aunque se derritió la escarcha del
pelo, nunca pudo prender la llama en el corazón. El mismo afán que tantas veces
le había robado el sueño intentando hacerle escapar del lugar de paso, le
torturó durante años animándole a abandonar todo y vivir su propia vida, con
sus normas.
Pero el honor de la familia y sus dotes
militares le esclavizaron durante varios años, viviendo la vida de otro que
decía ser él.
El día que escapó, de noche, sin mirar
atrás, solo llevaba la vieja armadura de su padre, ya que la suya hubiera
levantado muchas sospechas. Un poco de dinero y pan para el camino, en mejor
estado del que ahora comenzaba a llenarse de moho sobre la mesa de su cabaña.
Nunca podría olvidar las dudas, el miedo
a vivir, el pulso que aquella vez fue capaz de vencer a sus demonios (y que
desde entonces, tantas veces había perdido). Sin mirar atrás, intentando olvidar
todo, revivir como los fénix de las Islas del Silencio. El mundo era un lugar
maravilloso según las novelas que había leído de joven, y quería descubrirlo.
Y lo que descubrió fue diferente: el
mundo no era un lugar maravilloso, era un lugar cruel y oscuro, lleno de
horrores, lleno de villanos que intentaban amasar más poder del que les
correspondía. Los verdaderos monstruos no dormían en cavernas y escupían fuego
por la boca, los verdaderos monstruos tomaban vino y firmaban misivas de
guerra.
Pero hubo un tiempo en que él era
demasiado joven para saberlo, en que quería enfrentarse a trolls y dragones,
liberar a princesas sometidas y brindar por sobrevivir a una aventura más. La
pasión de una juventud que ya había expirado al chocarse contra un muro de
realidad reforzada.
Desde entonces, las batallas se fueron
sucediendo de una en una, las emboscadas, las escaramuzas, las historias para
no dormir que te dejaban durmiendo una semana para recuperarte. Los reyes y
reinos, las tierras fantásticas, los bosques de cerezos en primavera y el
reflejo del miedo sobre el jade. Era difícil pensar que había sobrevivido a
todo aquello, y para qué.
Para convertirse en el guardián de un
sueño, en el resultado de toda la experiencia que había acumulado con el paso
de los años, en el supervisor de todo lo que debería ser, y no era.
Un puñetazo del viento abrió de golpe
las ventanas y consumió la vela que quedaba encendida. Un golpe de realidad
para despejarle la mente de la tristeza que, en un trabajo de auto-análisis, había
comenzado a pudrir de nuevo su corazón, como si se tratara de un gusano aferrándose
a una manzana envenenada.
Por aquel día era suficiente. Había
hecho mucho más que en los últimos meses, un progreso inusual, esplendido,
enorme. Había decidido cómo iba a comenzar su historia.
Y, en vez de dejarlo para el mañana,
había decidido que título debería de llevar. El mismo título que había aceptado
al cuidar de aquel lugar de paso. El nombre con el que los elfos del bosque se
referían a él cuando le buscaban, ya que siempre sabían dónde encontrarlo.
El Caballero Verde.
Comentarios
Publicar un comentario
Prueba